9
Gemidos en la vida
(Capítulos anteriores más abajo)
Una vez los dos habían terminado de vestirse, decidieron volver al mundo de la calle y ser guiados por el viento a algún lugar recóndito de la isla. La noche escondía droga, música en alto volumen y, sobre todo, mucho sexo y peleas.
Joaquín recordaba, como si hubiese ocurrido días antes, la primera vez que salió por la noche con sus amigos a una discoteca de la capital Gran Canaria. No sabía cómo ir vestido, qué hacer ni cómo actuar. Acabó bebiéndose seis vasos de ron con “coca-cola” y se dejó llevar por la borrachera. Por si esto era poco, entabló más que conversaciones con casi todas las chicas del local y terminó la noche en Urgencias debido a la fulminante paliza que le habían propiciado con el labio roto, los pómulos amoratonados e hinchados y un hombro dislocado.
La noche ya no le daba miedo a Joaquín. Formaba parte de su rutina y lo que, anteriormente, había sido síntoma de desenfreno ahora se había convertido en el efecto de amor y pasión por la vida.
-Te veo triste. ¿Prefieres volver?
-¿Volver a dónde? ¿A las baldosas que me provocan dolor de espalda noche tras noche, volver al lugar donde casi todos los sábados los jóvenes estúpidos que no controlan el alcohol me provocan hemorragias internas y hacen que personas como tú se compadezcan cada domingo por la mañana? No…
-…volver a mi casa, Joaquín.- susurró ante el nerviosismo del hombre incrédulo. Esta vez no le empujó ni le cogió de la mano como si de un niño pequeño se tratase. Se la cogió con dulzura y amor.
A medianoche las agujas del reloj abrían paso a la pasión. Ya no se veían como simples amigos ni la casa era oscura. Habían compartido juntos muchos momentos angustiosos y ahora era el momento del regalo y disfrutar de los gemidos que da la vida y, a veces, nos negamos a escuchar.
Lo negro se volvió rojo, las heridas en caspa, las mantas en sábanas y las paredes de papel en megáfonos. El dos pasó a ser uno y el desenfreno volvía a jugar el papel protagonista.
El sentimiento de culpabilidad no existía en ambos ya que volaban libres y las alas se convirtieron en las manos que rozaban la piel del otro.
El baño, la cocina y la cama fueron sus íntimos compañeros. El cuerpo manchado de Joaquín ensuciaba la dulce piel color leche de la muchacha. La ternura y la ciega obsesión de hacerse el uno del otro eran frutos de la brutalidad que mostraban por momentos. La lucidez de los dos se mostraba tanto arriba como abajo dependiendo del éxtasis del hecho. No comprendían nada de lo que pasaba ya que se comportaban como dos jóvenes excitados en busca de carne que los miembros de la manada no le habían proporcionado con anterioridad. Ya Joaquín no era el mismo, más se mostraba diferente a cuando mantenía relaciones con su mujer. ¿Habría encontrado el amor verdadero en Lucía?, ¿sería simple atracción lo que le proporcionaba María? No lo sabía ni mostraba el más mínimo interés por descubrirlo. Estaba disfrutando. No quería terminar…
Habían descifrado los secretos físicos y morales más ocultos de los dos en apenas unas horas. No hicieron falta las palabras cuando ya sabían de lo que cojeaba el otro.
A parte de la entrega, hubo momentos que le recordaban a la juventud de los dos. Se había abierto ya la madrugada cuando pusieron la música a todo volumen sin apenas pararse a pensar en los vecinos, fumaron hasta que el humo de los cigarrillos le proporcionó el último orgasmo que faltaba en el ambiente y rieron a carcajadas como si de felices se tratara.
-Por cierto, ¿esas manchas a que se deben?- curioseó algo fumada la mujer.
-¿Prefieres que te diga que es una dermatitis o la lepra?- rieron minutos los dos.- La verdad es que ni yo mismo lo sé.
A ser verdad, la pesadilla en la que el hombre se encontraba en un hospital y se negaba a saber qué enfermedad le había sido diagnosticada, no era una simple pesadilla. Cada día acarreaba con la curiosidad de saber por qué esa mañana no había querido saber qué tenía o qué le pasaba. Pero, era tarde y el tiempo apremiaba.
Los dos se quedaron dormidos en el mismo sillón donde reían muertos del cansancio. El recuerdo de aquella loca y salvaje noche no desaparecería nunca de sus vidas. Quién sabe. A lo mejor sería lo último que recordaran…
El sábado murió para dar paso al domingo…
martes, 30 de junio de 2009
jueves, 25 de junio de 2009
Capítulo 8
8
Jóvenes de juventud acumulada
(Capítulos anteriores más abajo)
Aquella mañana Joaquín abrió los ojos ante la atenta mirada de la mujer con la que había mantenido largas conversaciones tiempo atrás. Ella se apoyaba sobre sus talones mientras él intentaba incorporarse lo más rápidamente posible. En sus manos llevaba una bolsa de cartón que dejaba ver surcos de aceite, lo que dio a entender a Joaquín que había traído churros para desayunar.
Tanto el sol como la mujer lucían radiantes de felicidad y eso le animaba.
-He traído churros por si te apetecen.- dijo tímidamente la mujer sin ocultar la sonrisa que pronunciaba su boca.
-Me encantan.- admitió él metiendo la mano en la bolsa y cogiendo uno por cada mano.
-Mi marido se ha ido de casa. Estoy completamente sola.- dejó ver alguna que otra lágrima en sus cristalinos ojos.- Pero, no estoy triste y me sorprendo a mí misma. Si tuviese que llorar, lloraría de felicidad porque ahora soy libre y no permitiré que nadie vuelva a engañarme. Gracias por ser tú con tus hermosas palabras y anécdotas quien me ayudara, en cierta forma, a seguir adelante.
-No tienes por qué darlas. Tú hablabas, yo hablaba…
-No. Gracias de verdad.- impuso Lucía cogiendo una de las diminutas manos del indigente.- Vamos a dar una vuelta por ahí. Dediquémonos este precioso día.
-¿Y qué pretendes que hagamos? ¿Verdaderamente crees que me dejarían entrar así a cualquier sitio?
-¿Y por qué no? Muchos llevarán trajes y corbatas pero, estoy segura que ninguno lleva el corazón que tú tienes dentro.
Y así fue como Lucía consiguió que Joaquín saliese de la avenida Mesa y López durante todo el día. Caminaron pegados el uno al otro y no paraban de reír. Por fin habían logrado apartar los problemas por completo y ser felices. A pesar de las miradas ignorantes de los ciudadanos, ellos no paraban de reír y contar anécdotas del pasado. Decidieron almorzar en uno de los mejores restaurantes de la ciudad y formar parte de la locura: “Total por un día”.
Por la mente de Joaquín había pasado la imagen de su posible rechazo ante la entrada del bar pero, aún así, siguió adelante. En la fachada se podía distinguir un gran cartel luminoso (a pesar de la luz diurna) que, además de poner nombre al restaurante, dejaba ver una gran lista de comida que podían consumir en su interior. La puerta no era el simple portón de madera que siempre permanecía abierto, sino una gran cristalera de aluminio en la cual se situaba un camarero para apuntar los nombres y dejar el número de mesa. Lógicamente éste al ver las pintas del indigente no supo cómo actuar ya que nunca antes se había visto en esa situación. No sabía si dejarse llevar por la educación que su madre difunta le había enseñado y actuar como si nada pasara o, por el contrario, llevar a cabo las normas de su lugar de trabajo y no aceptarlo dentro del local. Dudó.
-Perdone Señor pero la normativa del restaurante exige un atuendo determinado… De verdad que lo siento.- dijo el noble camarero agachando la cabeza como si de un inocente se tratara.
-Simplemente venimos a comer, ¿para comer hay que llevar una ropa específica acaso?- comenzó a alterarse Lucía hacia el rechazo de su amigo.
-Lucía déjalo. Él no tiene la culpa. Nos podemos conformar con una hamburguesa o algo.
Y cogió a su amiga de la mano hasta arrastrarla a la amplia avenida en la que se encontraba el dichoso restaurante.
-Todavía no me explico cómo es que has sido tan estúpido de no reprochar y reivindicar por tus derechos, Joaquín.
-Dentro no tenía ningún derecho.
-¿Cómo que no? ¿No tienes derecho a comer como cualquier otra persona?
-Sí, a comer sí. Pero, ¿consideras un derecho el que te digan la ropa que tienes que llevar para comer o beber? Yo no.
Hubo un silencio que dio respuesta. Ese silencio fue el responsable de la idea que se le había ocurrido a Lucía.
-Vamos. Acompáñame. Nos queda media hora de camino.
-Creía recordar que no teníamos un rumbo fijo…
-¡Cambio de planes!
Anduvieron durante media hora más. En total sumaban unas seis horas las que habían estado recorriendo parte de la ciudad. Ahora estaban ante la mirada de un gran edificio decorado con mármol negro y de nueve pisos. Todas las ventanas que acompañaban al oscuro mármol estaban tapadas por su interior de grandes cortinas a excepción de un par.
-¿Ves esas ventanas sin cortinas?
-Sí.
-Son las ventanas de mi casa.
-¿Y qué hacemos aquí?- preguntó extrañado el pobre hombre.
-Subiremos, tomaremos algo para acabar un poco con el cansancio, te ducharás y te pondrás alguna ropa de mi ex marido y seguiremos dando vueltas como jóvenes sin rumbo.
-No, no creo que sea una buena idea.
-¿Por qué no? ¡Vamos!- y de un empujón entraron los dos al edificio hacia el piso número tres, portal izquierdo.
La vivienda no era mucho más grande que la zona en la que vivía Joaquín. Nada más entrar se podía observar un gran salón que compartía piso con la cocina y, a parte del baño, tenía dos dormitorios más. La casa era bastante oscura y se respiraba a soledad. El indigente vivió esa tarde como en sus primeros días de recién casado en los que no hacía nada. Lucía lo dejó sentado en el sofá y se encargó de prepararle la comida, el baño e, incluso, la ropa que se pondría minutos después. El afecto que sentía el pobre por la muchacha crecía cada vez más y lo que sintió cuando oyó por primera vez su torpe caminar ya no era nada. Sentía más, quería más.
-Todavía no acabo de entender por qué haces todo esto Lucía.
-Somos amigos. Pregúntate “¿por qué no debería hacerlo?”.
Joaquín comió, se duchó y, después de mucho tiempo, se vistió decentemente. Aprovecharon el día y la noche como si fueran jóvenes en la realidad.
El sábado no había llegado a su fin…
Jóvenes de juventud acumulada
(Capítulos anteriores más abajo)
Aquella mañana Joaquín abrió los ojos ante la atenta mirada de la mujer con la que había mantenido largas conversaciones tiempo atrás. Ella se apoyaba sobre sus talones mientras él intentaba incorporarse lo más rápidamente posible. En sus manos llevaba una bolsa de cartón que dejaba ver surcos de aceite, lo que dio a entender a Joaquín que había traído churros para desayunar.
Tanto el sol como la mujer lucían radiantes de felicidad y eso le animaba.
-He traído churros por si te apetecen.- dijo tímidamente la mujer sin ocultar la sonrisa que pronunciaba su boca.
-Me encantan.- admitió él metiendo la mano en la bolsa y cogiendo uno por cada mano.
-Mi marido se ha ido de casa. Estoy completamente sola.- dejó ver alguna que otra lágrima en sus cristalinos ojos.- Pero, no estoy triste y me sorprendo a mí misma. Si tuviese que llorar, lloraría de felicidad porque ahora soy libre y no permitiré que nadie vuelva a engañarme. Gracias por ser tú con tus hermosas palabras y anécdotas quien me ayudara, en cierta forma, a seguir adelante.
-No tienes por qué darlas. Tú hablabas, yo hablaba…
-No. Gracias de verdad.- impuso Lucía cogiendo una de las diminutas manos del indigente.- Vamos a dar una vuelta por ahí. Dediquémonos este precioso día.
-¿Y qué pretendes que hagamos? ¿Verdaderamente crees que me dejarían entrar así a cualquier sitio?
-¿Y por qué no? Muchos llevarán trajes y corbatas pero, estoy segura que ninguno lleva el corazón que tú tienes dentro.
Y así fue como Lucía consiguió que Joaquín saliese de la avenida Mesa y López durante todo el día. Caminaron pegados el uno al otro y no paraban de reír. Por fin habían logrado apartar los problemas por completo y ser felices. A pesar de las miradas ignorantes de los ciudadanos, ellos no paraban de reír y contar anécdotas del pasado. Decidieron almorzar en uno de los mejores restaurantes de la ciudad y formar parte de la locura: “Total por un día”.
Por la mente de Joaquín había pasado la imagen de su posible rechazo ante la entrada del bar pero, aún así, siguió adelante. En la fachada se podía distinguir un gran cartel luminoso (a pesar de la luz diurna) que, además de poner nombre al restaurante, dejaba ver una gran lista de comida que podían consumir en su interior. La puerta no era el simple portón de madera que siempre permanecía abierto, sino una gran cristalera de aluminio en la cual se situaba un camarero para apuntar los nombres y dejar el número de mesa. Lógicamente éste al ver las pintas del indigente no supo cómo actuar ya que nunca antes se había visto en esa situación. No sabía si dejarse llevar por la educación que su madre difunta le había enseñado y actuar como si nada pasara o, por el contrario, llevar a cabo las normas de su lugar de trabajo y no aceptarlo dentro del local. Dudó.
-Perdone Señor pero la normativa del restaurante exige un atuendo determinado… De verdad que lo siento.- dijo el noble camarero agachando la cabeza como si de un inocente se tratara.
-Simplemente venimos a comer, ¿para comer hay que llevar una ropa específica acaso?- comenzó a alterarse Lucía hacia el rechazo de su amigo.
-Lucía déjalo. Él no tiene la culpa. Nos podemos conformar con una hamburguesa o algo.
Y cogió a su amiga de la mano hasta arrastrarla a la amplia avenida en la que se encontraba el dichoso restaurante.
-Todavía no me explico cómo es que has sido tan estúpido de no reprochar y reivindicar por tus derechos, Joaquín.
-Dentro no tenía ningún derecho.
-¿Cómo que no? ¿No tienes derecho a comer como cualquier otra persona?
-Sí, a comer sí. Pero, ¿consideras un derecho el que te digan la ropa que tienes que llevar para comer o beber? Yo no.
Hubo un silencio que dio respuesta. Ese silencio fue el responsable de la idea que se le había ocurrido a Lucía.
-Vamos. Acompáñame. Nos queda media hora de camino.
-Creía recordar que no teníamos un rumbo fijo…
-¡Cambio de planes!
Anduvieron durante media hora más. En total sumaban unas seis horas las que habían estado recorriendo parte de la ciudad. Ahora estaban ante la mirada de un gran edificio decorado con mármol negro y de nueve pisos. Todas las ventanas que acompañaban al oscuro mármol estaban tapadas por su interior de grandes cortinas a excepción de un par.
-¿Ves esas ventanas sin cortinas?
-Sí.
-Son las ventanas de mi casa.
-¿Y qué hacemos aquí?- preguntó extrañado el pobre hombre.
-Subiremos, tomaremos algo para acabar un poco con el cansancio, te ducharás y te pondrás alguna ropa de mi ex marido y seguiremos dando vueltas como jóvenes sin rumbo.
-No, no creo que sea una buena idea.
-¿Por qué no? ¡Vamos!- y de un empujón entraron los dos al edificio hacia el piso número tres, portal izquierdo.
La vivienda no era mucho más grande que la zona en la que vivía Joaquín. Nada más entrar se podía observar un gran salón que compartía piso con la cocina y, a parte del baño, tenía dos dormitorios más. La casa era bastante oscura y se respiraba a soledad. El indigente vivió esa tarde como en sus primeros días de recién casado en los que no hacía nada. Lucía lo dejó sentado en el sofá y se encargó de prepararle la comida, el baño e, incluso, la ropa que se pondría minutos después. El afecto que sentía el pobre por la muchacha crecía cada vez más y lo que sintió cuando oyó por primera vez su torpe caminar ya no era nada. Sentía más, quería más.
-Todavía no acabo de entender por qué haces todo esto Lucía.
-Somos amigos. Pregúntate “¿por qué no debería hacerlo?”.
Joaquín comió, se duchó y, después de mucho tiempo, se vistió decentemente. Aprovecharon el día y la noche como si fueran jóvenes en la realidad.
El sábado no había llegado a su fin…
jueves, 18 de junio de 2009
Capítulo 7
7
Vuelta al futuro y regreso al pasado
(Capítulos anteriores, más abajo)
Los ventiladores no paraban de dar vueltas en el hospital. Era una calurosa mañana de verano y la sala de espera estaba abarrotada de gente. Las enfermeras y médicos no demostraban ningún tipo de simpatía o educación hacia los pacientes y entre el calor, la espera y el humor de los ya mencionados creaban la tensión del ambiente.
En un asiento, que hacía mirar al que lo ocupara hacia el ala sur del centro, estaba sentado un hombre que no paraba de mover un bolígrafo entre sus dedos. Por lo visto, era profesor y andaba corrigiendo exámenes. No sabía el por qué de la llamada de sus médicos y, mucho menos, por qué estaba perdiendo su tiempo allí cuando estaba dominado por el síndrome de la bata blanca.
Apenas se atrevía a mirar las caras de los otros, que al igual que él, estaban esperando a que dijeran su nombre para romper con la incertidumbre. De pronto, una voz femenina anunció por el megáfono: “Don Joaquín Fernández Rodríguez”. Guardó los exámenes en una carpeta marrón que llevaba bajo el hombro y puso el bolígrafo en el bolsillo superior que llevaba en la camisa. Se puso en pie como pudo y comenzó a andar con paso firme y ligero.
Abrió la puerta de lo que para él era un mundo desconocido y se centró en la decoración pobre y deprimente de las paredes blancas y celestes sin ningún tipo de cuadro o planta. El hombre con gafas que se sentaba tras una mesa rectangular situada en el centro de la habitación, delante de una camilla, le invitó a que tomara asiento.
Se sentó y esperó a que el hombre vestido de blanco como las paredes comenzase con el interrogatorio.
-Mi nombre es Francisco Ochoa y, aparte de ser su médico de cabecera, me encargo de algunas de las especialidades de este hospital. Dígame, ¿desde cuándo no se somete a una revisión médica, se hace un análisis,…?
-A excepción de una vez que me rompí el brazo con diez años y un análisis que me hice por obligación del que entonces era mi pediatra y, claro está, el análisis que me realizaron el otro día en revisión médica laboral, nunca.
-Está bien. Si le sirve de consuelo no es el único hombre en el mundo que siente cierto “repelús” por los médicos o padece el síndrome de la bata blanca como nosotros le llamamos…
-No se preocupe. No tengo ningún miedo. Simplemente no le encuentro sentido.
-… ya claro. ¿Se ha notado usted cansado, con falta de apetito o con fiebre intermitente en las últimas jornadas?- preguntaba el doctor mientras anotaba cada una de las respuestas en su informe médico.
-Sí, la verdad es que sí. Supongo que será por el estrés acumulado de las clases que acaban de finalizar.
-Tal vez se haya notado algo de dolor en los huesos o alguna hemorragia por el recto o la nariz…- seguía preguntando el doctor sin apenas mirar a su paciente y sin dejar de escribir.
-Sí, ahora que lo dice llevo varios días sangrando cada vez que voy al baño y el dolor en los huesos viene y va. Es algo pasajero pero cuando viene es insoportable.- cada vez más Joaquín se preguntaba: “¿por qué sabe todas estas cosas a cerca de mi estado anímico?”. Parece lógico.
-Espéreme aquí un momento. Voy a buscar el resultado de sus análisis.
Joaquín aceptó de buena manera. Aquello no le olía nada bien. Ahora, se sumergía poco a poco en las profundidades de la curiosidad y quería saberlo todo aún sin saber si estaba preparado o no.
-Observando el resultado de sus análisis y comparándolos con los síntomas que usted mismo me acaba de decir que padece, me temo que, a falta de algunas pruebas más por hacer, debemos someterle a tratamiento cuanto antes.- la voz entrecortada del doctor le delataba.
-¿A qué se refiere exactamente?
-Digamos que sus células sanguíneas inmaduras proliferan, es decir, se reproducen de manera incontrolada en la médula ósea y se acumulan tanto ahí como en la sangre, logran reemplazar a las células normales y…- Joaquín apenas prestaba atención a lo que el médico le estaba diciendo. No entendía nada y decidió no saber nada.
-Vale. Padezco una enfermedad. Tendría que ponerme en tratamiento pero llegaré al mismo sitio que llegan todos, ¿no?
-No exactamente así… Además, con el paso del tiempo le irá saliendo manchitas en la piel y…
-¿Esto funciona como los comercios? ¿El cliente siempre tiene la razón? ¿Tengo derecho yo a decidir si quiero saberlo y si quiero ponerme en tratamiento o no?
-Por supuesto…
-Creo, entonces, Doctor Ochoa que nuestra conversación ha llegado a su fin.- dijo Joaquín mientras se levantaba de su asiento.
El intento de frenar la salida del paciente de su consulta quedó en vano. Había dejado al médico con la palabra en la boca con un simple: “Hasta luego y perdone por las molestias ocasionadas”.
Ese era el antiguo Joaquín…
El indigente se había despertado de su siesta inoportuna ya que, era la tarde-noche del viernes de un año desconocido y no se acordaba de cuando se había despedido de Lucía por última vez.
Ese viernes no la vería. A lo mejor tendría que esperar al sábado…
Joaquín había vuelto al pasado en forma de pesadilla y prefería no pensar en ello ni recordarlo. Antes de seguir durmiendo se tapó con las mangas de su camisa las manchas que habían aparecido en su piel y que, bajo la luz de la luna, resplandecían de colores sombríos, arregló la caseta y volvió a hacer lo mejor que, hasta ahora, sabía y podía hacer: dormir.
Las campanadas de la catedral anunciaban el comienzo de un nuevo sábado…
Vuelta al futuro y regreso al pasado
(Capítulos anteriores, más abajo)
Los ventiladores no paraban de dar vueltas en el hospital. Era una calurosa mañana de verano y la sala de espera estaba abarrotada de gente. Las enfermeras y médicos no demostraban ningún tipo de simpatía o educación hacia los pacientes y entre el calor, la espera y el humor de los ya mencionados creaban la tensión del ambiente.
En un asiento, que hacía mirar al que lo ocupara hacia el ala sur del centro, estaba sentado un hombre que no paraba de mover un bolígrafo entre sus dedos. Por lo visto, era profesor y andaba corrigiendo exámenes. No sabía el por qué de la llamada de sus médicos y, mucho menos, por qué estaba perdiendo su tiempo allí cuando estaba dominado por el síndrome de la bata blanca.
Apenas se atrevía a mirar las caras de los otros, que al igual que él, estaban esperando a que dijeran su nombre para romper con la incertidumbre. De pronto, una voz femenina anunció por el megáfono: “Don Joaquín Fernández Rodríguez”. Guardó los exámenes en una carpeta marrón que llevaba bajo el hombro y puso el bolígrafo en el bolsillo superior que llevaba en la camisa. Se puso en pie como pudo y comenzó a andar con paso firme y ligero.
Abrió la puerta de lo que para él era un mundo desconocido y se centró en la decoración pobre y deprimente de las paredes blancas y celestes sin ningún tipo de cuadro o planta. El hombre con gafas que se sentaba tras una mesa rectangular situada en el centro de la habitación, delante de una camilla, le invitó a que tomara asiento.
Se sentó y esperó a que el hombre vestido de blanco como las paredes comenzase con el interrogatorio.
-Mi nombre es Francisco Ochoa y, aparte de ser su médico de cabecera, me encargo de algunas de las especialidades de este hospital. Dígame, ¿desde cuándo no se somete a una revisión médica, se hace un análisis,…?
-A excepción de una vez que me rompí el brazo con diez años y un análisis que me hice por obligación del que entonces era mi pediatra y, claro está, el análisis que me realizaron el otro día en revisión médica laboral, nunca.
-Está bien. Si le sirve de consuelo no es el único hombre en el mundo que siente cierto “repelús” por los médicos o padece el síndrome de la bata blanca como nosotros le llamamos…
-No se preocupe. No tengo ningún miedo. Simplemente no le encuentro sentido.
-… ya claro. ¿Se ha notado usted cansado, con falta de apetito o con fiebre intermitente en las últimas jornadas?- preguntaba el doctor mientras anotaba cada una de las respuestas en su informe médico.
-Sí, la verdad es que sí. Supongo que será por el estrés acumulado de las clases que acaban de finalizar.
-Tal vez se haya notado algo de dolor en los huesos o alguna hemorragia por el recto o la nariz…- seguía preguntando el doctor sin apenas mirar a su paciente y sin dejar de escribir.
-Sí, ahora que lo dice llevo varios días sangrando cada vez que voy al baño y el dolor en los huesos viene y va. Es algo pasajero pero cuando viene es insoportable.- cada vez más Joaquín se preguntaba: “¿por qué sabe todas estas cosas a cerca de mi estado anímico?”. Parece lógico.
-Espéreme aquí un momento. Voy a buscar el resultado de sus análisis.
Joaquín aceptó de buena manera. Aquello no le olía nada bien. Ahora, se sumergía poco a poco en las profundidades de la curiosidad y quería saberlo todo aún sin saber si estaba preparado o no.
-Observando el resultado de sus análisis y comparándolos con los síntomas que usted mismo me acaba de decir que padece, me temo que, a falta de algunas pruebas más por hacer, debemos someterle a tratamiento cuanto antes.- la voz entrecortada del doctor le delataba.
-¿A qué se refiere exactamente?
-Digamos que sus células sanguíneas inmaduras proliferan, es decir, se reproducen de manera incontrolada en la médula ósea y se acumulan tanto ahí como en la sangre, logran reemplazar a las células normales y…- Joaquín apenas prestaba atención a lo que el médico le estaba diciendo. No entendía nada y decidió no saber nada.
-Vale. Padezco una enfermedad. Tendría que ponerme en tratamiento pero llegaré al mismo sitio que llegan todos, ¿no?
-No exactamente así… Además, con el paso del tiempo le irá saliendo manchitas en la piel y…
-¿Esto funciona como los comercios? ¿El cliente siempre tiene la razón? ¿Tengo derecho yo a decidir si quiero saberlo y si quiero ponerme en tratamiento o no?
-Por supuesto…
-Creo, entonces, Doctor Ochoa que nuestra conversación ha llegado a su fin.- dijo Joaquín mientras se levantaba de su asiento.
El intento de frenar la salida del paciente de su consulta quedó en vano. Había dejado al médico con la palabra en la boca con un simple: “Hasta luego y perdone por las molestias ocasionadas”.
Ese era el antiguo Joaquín…
El indigente se había despertado de su siesta inoportuna ya que, era la tarde-noche del viernes de un año desconocido y no se acordaba de cuando se había despedido de Lucía por última vez.
Ese viernes no la vería. A lo mejor tendría que esperar al sábado…
Joaquín había vuelto al pasado en forma de pesadilla y prefería no pensar en ello ni recordarlo. Antes de seguir durmiendo se tapó con las mangas de su camisa las manchas que habían aparecido en su piel y que, bajo la luz de la luna, resplandecían de colores sombríos, arregló la caseta y volvió a hacer lo mejor que, hasta ahora, sabía y podía hacer: dormir.
Las campanadas de la catedral anunciaban el comienzo de un nuevo sábado…
viernes, 12 de junio de 2009
Capítulo 6
6
Mensaje subliminal
(Capítulos anteriores más abajo)
Habían pasado meses e, incluso, años desde su última visita. Se podía distinguir a Lucía con su caminar a dos kilómetros de distancia. Joaquín no había optado por levantarse ese día, trabajaba en su carpeta marrón a la que había dejado abandonada.
No paraba de escribir lo que le venía a la cabeza sin previa meditación. No prestaba atención a la gente que pasaba por su lado manteniendo el equilibrio para no pisarle ni oyó el accidente que se había producido en la carretera justo delante de sus narices. Tampoco había oído el taconeo de Lucía…
-¿Se puede saber lo que haces?
La mujer se había acercado hasta el mendigo como había prometido. Agachada preguntó en qué estaba trabajando pero, Joaquín absorto a la situación no supo dar respuesta y se limitó a cederle el folio en el que escribía para que lo leyera:
-Aprovecha. Tal vez sea el único que te deje leer.- advirtió el hombre.
-¿Sí? Veamos…
“En los ojos una mirada negra,
torpe y cándida,
como el fulgor que te asoma a los labios
cuando callas.
Los alisios que baten tu pelo, quizás,
la razón de las mareas en mi alma.
Me retuerces, me invades.
El aplomo de tu postura,
tu cuello traslúcido y tu garganta
que me miran desde la penumbra de esta calle
fría - entumecidos mis sentidos-.
Y me miras, aún mejor,
atraviesas las capas que no me pertenecen,
nutridas entre calles y limosnas,
y te asomas a mi alma.
Fugaz, siento en mí que ya no llueve.”
Siete fueron las veces que Lucía leyó aquel insignificante trozo de papel. No sabía qué decir. ¿Verdaderamente una simple conversación había originado todo aquello?
-Joaquín…
-¿Sabes? Soy el José que desapareció en la Biblia sin previo aviso para encontrarme a mí mismo tirado en la calle. Mi mujer se llama María y tengo dos hijos. Se llaman Luis y Javier y se llevan a las mil maravillas. Creo que tengo una foto por aquí.- buscó entre sus maletas y después de un tiempo buscando dos pequeñas fotos que correspondían a cada uno de sus hijos se las enseñó a Lucía. A la muchacha se le encogió el corazón. Ella nunca había podido tener una familia, ni la tendría. Lo único que le hacía mantener la esperanza ahora estaba en busca de una vida en la que ella no estaba incluida.
-Son preciosos. Este de aquí parece ser un travieso.- intentó animar sin éxito la cara del hombre.
-Lo es. Una vez metió la dentadura de su abuela en un vaso con lejía. Son de esas pequeñas anécdotas que nunca se olvidan.
-Me diste a entender que nunca contarías nada sobre tu pasado.
-Entendiste mal. En ese momento no quería hablar simplemente. Llevo en la calle viviendo desde hace cuatro años y presiento que me quedan unos cuantos más. Aunque, sinceramente, ya no sé si lo que pasan son días, semanas o años.
-Yo no te he visto nunca en esos cuatro años que dices…
Era impresionante el poder y la magia de dos simples conversaciones el resultado que habían conseguido. Habían llegado a un “tuteo” mutuo y estuvieron horas y horas hablando sobre ellos y su pasado. Ahora Lucía era como una transeúnte más afincada a las baldosas de la acera pero, con la diferencia que ella aún llevaba las llaves de su casa en el bolsillo del pantalón.
-Déjame leer otro de tus poemas. Aquel me encantó. Es increíble en lo observador y detallista que eres. Apenas me conoces…
-Pero te he visto de lejos.
-Quiero leer otro.- bromeó Lucía originando un forcejeo por coger otro folio de los que estaban dentro de la carpeta marrón. A Joaquín no le hacía mucha gracia pero cedió.
No todo lo que había escrito el indigente era bonito o esperanzador. Aunque intentaba evadirse de sus problemas y su pasado, siempre había algo que le hacía recordar alguna palabra indeseada.
-A ver este…
“No pienso escribir
que estoy solo,
que cristalizan en dolor mis retinas,
que mis fosas nasales tienen frío.
Me niego a aceptar
esta espera vacía de esperanza,
el color petróleo de las uñas mías,
la grasa del cabello instalada en alquiler.
Y rotundamente no
a la calle oscura que me reclama,
al mal sabor de boca divorciado del cepillo,
a la partición de pecho
que me asfixia implacable.
Y más aún negaré
que si fuera real mi asfixiamiento,
estoy solamente yo para enterrarme.”
-Joaquín lo tuyo es un don. Escribes cosas preciosas. ¿Por qué parece que te gusta esto?
-¿La calle?
-Sí, la calle. Esta calle. Como si, a sabiendas de que sufres, esto valiera la pena...
-¿Sabes? Ahora en invierno encienden las farolas a las siete. A las y media pasas por esa calle de enfrente, normalmente con prisa. Me miras un segundo y parecen tornarse tus pupilas
(con el brillo de las farolas) en un cálido entendimiento y tus pestañas en ese abrigo que me salva de la lipotimia. Supongo que entonces es cuando te fijas en mi rostro y piensas
"parece que para Joaquín esto vale la pena". Y quizás tengas razón y en esos momentos a mí me valga.
Lucía olvidó que las llaves de su casa permanecían en el bolsillo derecho del pantalón y se quedó toda la noche con Joaquín. De madrugada se despidió con un beso en la frente ante los ronquidos graves del hombre. Esa noche no podría dormir.
El jueves se acabó para dar paso al viernes…
Mensaje subliminal
(Capítulos anteriores más abajo)
Habían pasado meses e, incluso, años desde su última visita. Se podía distinguir a Lucía con su caminar a dos kilómetros de distancia. Joaquín no había optado por levantarse ese día, trabajaba en su carpeta marrón a la que había dejado abandonada.
No paraba de escribir lo que le venía a la cabeza sin previa meditación. No prestaba atención a la gente que pasaba por su lado manteniendo el equilibrio para no pisarle ni oyó el accidente que se había producido en la carretera justo delante de sus narices. Tampoco había oído el taconeo de Lucía…
-¿Se puede saber lo que haces?
La mujer se había acercado hasta el mendigo como había prometido. Agachada preguntó en qué estaba trabajando pero, Joaquín absorto a la situación no supo dar respuesta y se limitó a cederle el folio en el que escribía para que lo leyera:
-Aprovecha. Tal vez sea el único que te deje leer.- advirtió el hombre.
-¿Sí? Veamos…
“En los ojos una mirada negra,
torpe y cándida,
como el fulgor que te asoma a los labios
cuando callas.
Los alisios que baten tu pelo, quizás,
la razón de las mareas en mi alma.
Me retuerces, me invades.
El aplomo de tu postura,
tu cuello traslúcido y tu garganta
que me miran desde la penumbra de esta calle
fría - entumecidos mis sentidos-.
Y me miras, aún mejor,
atraviesas las capas que no me pertenecen,
nutridas entre calles y limosnas,
y te asomas a mi alma.
Fugaz, siento en mí que ya no llueve.”
Siete fueron las veces que Lucía leyó aquel insignificante trozo de papel. No sabía qué decir. ¿Verdaderamente una simple conversación había originado todo aquello?
-Joaquín…
-¿Sabes? Soy el José que desapareció en la Biblia sin previo aviso para encontrarme a mí mismo tirado en la calle. Mi mujer se llama María y tengo dos hijos. Se llaman Luis y Javier y se llevan a las mil maravillas. Creo que tengo una foto por aquí.- buscó entre sus maletas y después de un tiempo buscando dos pequeñas fotos que correspondían a cada uno de sus hijos se las enseñó a Lucía. A la muchacha se le encogió el corazón. Ella nunca había podido tener una familia, ni la tendría. Lo único que le hacía mantener la esperanza ahora estaba en busca de una vida en la que ella no estaba incluida.
-Son preciosos. Este de aquí parece ser un travieso.- intentó animar sin éxito la cara del hombre.
-Lo es. Una vez metió la dentadura de su abuela en un vaso con lejía. Son de esas pequeñas anécdotas que nunca se olvidan.
-Me diste a entender que nunca contarías nada sobre tu pasado.
-Entendiste mal. En ese momento no quería hablar simplemente. Llevo en la calle viviendo desde hace cuatro años y presiento que me quedan unos cuantos más. Aunque, sinceramente, ya no sé si lo que pasan son días, semanas o años.
-Yo no te he visto nunca en esos cuatro años que dices…
Era impresionante el poder y la magia de dos simples conversaciones el resultado que habían conseguido. Habían llegado a un “tuteo” mutuo y estuvieron horas y horas hablando sobre ellos y su pasado. Ahora Lucía era como una transeúnte más afincada a las baldosas de la acera pero, con la diferencia que ella aún llevaba las llaves de su casa en el bolsillo del pantalón.
-Déjame leer otro de tus poemas. Aquel me encantó. Es increíble en lo observador y detallista que eres. Apenas me conoces…
-Pero te he visto de lejos.
-Quiero leer otro.- bromeó Lucía originando un forcejeo por coger otro folio de los que estaban dentro de la carpeta marrón. A Joaquín no le hacía mucha gracia pero cedió.
No todo lo que había escrito el indigente era bonito o esperanzador. Aunque intentaba evadirse de sus problemas y su pasado, siempre había algo que le hacía recordar alguna palabra indeseada.
-A ver este…
“No pienso escribir
que estoy solo,
que cristalizan en dolor mis retinas,
que mis fosas nasales tienen frío.
Me niego a aceptar
esta espera vacía de esperanza,
el color petróleo de las uñas mías,
la grasa del cabello instalada en alquiler.
Y rotundamente no
a la calle oscura que me reclama,
al mal sabor de boca divorciado del cepillo,
a la partición de pecho
que me asfixia implacable.
Y más aún negaré
que si fuera real mi asfixiamiento,
estoy solamente yo para enterrarme.”
-Joaquín lo tuyo es un don. Escribes cosas preciosas. ¿Por qué parece que te gusta esto?
-¿La calle?
-Sí, la calle. Esta calle. Como si, a sabiendas de que sufres, esto valiera la pena...
-¿Sabes? Ahora en invierno encienden las farolas a las siete. A las y media pasas por esa calle de enfrente, normalmente con prisa. Me miras un segundo y parecen tornarse tus pupilas
(con el brillo de las farolas) en un cálido entendimiento y tus pestañas en ese abrigo que me salva de la lipotimia. Supongo que entonces es cuando te fijas en mi rostro y piensas
"parece que para Joaquín esto vale la pena". Y quizás tengas razón y en esos momentos a mí me valga.
Lucía olvidó que las llaves de su casa permanecían en el bolsillo derecho del pantalón y se quedó toda la noche con Joaquín. De madrugada se despidió con un beso en la frente ante los ronquidos graves del hombre. Esa noche no podría dormir.
El jueves se acabó para dar paso al viernes…
Capítulo 5
5
Y así terminaba la conversación bajo el paraguas el miércoles por la noche…
(Capítulos anteriores más abajo)
-Sí.- y la mujer se marchó.
Y así terminaba la conversación bajo el paraguas el miércoles por la noche…
(Capítulos anteriores más abajo)
-Sí.- y la mujer se marchó.
sábado, 6 de junio de 2009
Capítulo 4
4
Bajo el paraguas
(Capítulos anteriores, abajo)
Los miércoles eran de los peores días para Joaquín. El ser mediados de semana y el día del espectador en los cines de la zona hacían que el mendigo se viese obligado a pegarse en la pared y no moverse más que nunca ya que, ni siquiera podía distinguir los zapatos de aquellos que formaban la primera fila de la manada nómada.
A falta de dos horas para el cierre oficial de todos los centros comerciales, Lucía había vuelto a aparecer en las puertas de cristal del Corte Inglés. Llevaba en sus manos un paraguas para resguardarse de la lluvia, el abrigo celeste y los tacones más preciosos que le había visto jamás. Había abierto el paraguas para no mojarse y, a cada paso que daba, se encontraba más cerca del desconocido transeúnte. Estaba a su lado. Joaquín notaba como las gotas de lluvia caían por un lado de su cuerpo mientras que por el otro, notaba el calor femenino y olía el perfume de la mujer. Las medias que ejercían de separación entre los tacones y la falda de empresaria que llevaba, estaban cada vez más lisas. No se las estaba subiendo ni colocando; todo lo contrario, la mujer se deslizaba apoyada en la pared rumbo al suelo con la mirada perdida y un gesto de preocupación en la cara. Se encontraba tumbada, con las piernas estiradas y paraguas en mano cuando dijo:
-¿Quién se encargará de unir todas las cosas malas para que nos demos cuenta, nos enteremos o, incluso las hagamos en un mismo día? ¿Usted lo sabe?
-No.- la cara de Joaquín era un poema. Deseaba escribir una obra sobre el acontecimiento que estaba viviendo en ese mismo momento. Anonadado siguió escuchando.
-Diez asquerosos años de mi vida dedicándolos al trabajo, no pudiendo atender bien las tareas de mi casa ni complacer a mi marido para que, en una hora, me entere que mi jefe está preparando mi despido y mi marido, ese hombre que supuestamente debería comprenderme y estar ahí para las malas y comentar nuestras vidas, se dedica a comentarla con otras. Pero claro, más que comentar. Comer, salir juntos, dar paseos y quién sabe qué más cosas mientras yo estaba encerrada durante doce horas en ese maldito despacho. ¿Por qué?- y soltó un grito desesperado en busca de algo que le devolviese el sueño que había estado viviendo hasta unas horas antes.- He sido una estúpida…- suspiró.
-Dudo que usted haya sido una estúpida.
-¿Quién se ha creído usted para hablar conmigo?
-Usted lo hace conmigo, ¿por qué debería dejar de hacerlo? Desde el momento que se sentó a mi lado la llevo escuchando con atención, ¿no cree que eso me dé algún derecho?
-Vaya… Puede ser que tenga usted algo de razón.
-Como le iba diciendo creo que usted no ha sido cumplidora en el pago del alquiler.
-¿Cómo? Perdóneme pero, no le entiendo.- se disculpó la mujer como si le estuviesen hablando en un idioma desconocido.
-Sí. Simplemente nadie es propietario de la felicidad. Si corres con suerte de ser inquilino tienes que ser cumplidor en el pago del alquiler. Porque si no te arrebatan lo que es tuyo.- Joaquín no paraba de mirar al suelo mientras pronunciaba eso que había leído alguna vez y ahora lo recordaba mejor que nunca.- Tú dirás o pensarás que no soy el más adecuado para decírtelo. Pero, créeme, la experiencia es mi mejor aliada y mi única compañera en este momento.
Lucía no podía dejar de mirar al hombre que evitaba el encuentro de sus miradas. Aún no se creía el poder de aquellas palabras que el hombre había mencionado.
-¿Qué le pasó a usted?
-La que se ha sentado a mi lado en busca de un oído ha sido usted no yo.
-Quiero saberlo.
-Eso ya no importa. Llevo años sin ver a mi familia con millones de secretos que simplemente sabemos yo y mi invisible compañero.
-¿Acaso tiene un amigo invisible como los niños pequeños?- consiguió que la mujer soltara una carcajada.
-No. A no ser que se llame así al amigo que dio su vida por mí.
-Mi marido me pone los cuernos, presento mi carta de dimisión al enterarme que andan preparando mi despido, le cuento mi vida a un mendigo y la ropa que recién estreno me la he mojado toda. Un día de lo más completo.- ahora la mujer no podía parar de reír.
-Gracias por lo que a mí respecta.- se atrevió a sonreír el pobre hombre.
-¿Me invitarías a compartir esta noche en tu casa?- dijo la mujer con intención de hacerse la graciosa aunque de corazón.- No sé si tengo ganas de ver a mi marido y mucho menos de dirigirle la palabra…
-Nada como llegar a casa y notar el calor de su interior. Aquí no lo hay.
-Me iré y, tal vez, decida mudarme como usted. Vivir de nuevas experiencias.
-Señorita, es demasiado orgullosa y presumida para hacerlo. No lo digo de malas. Simplemente salta a la vista.
-Es verdad. Lo único que echaré de menos será a los hijos que nunca tuve. ¿Usted tiene familia?
-No.- mintió el reservado de Joaquín. Él no había sido el mejor hombre y padre del mundo pero ese vacío que existía entre él y su familia no lo había podido superar.- Creo que va siendo hora de que vaya preparando mi caseta…
-¿Duerme entre cartones?
-Dentro del cartón tengo un colchón de agua pero, lo dejo en la intimidad.- contestó con ironía el indigente.
-Siento haberle molestado con mis tonterías. Aunque mírelo por el lado bueno, bajo el paraguas casi ni nos hemos mojado.- rió.
-¿Volverás?
Bajo el paraguas
(Capítulos anteriores, abajo)
Los miércoles eran de los peores días para Joaquín. El ser mediados de semana y el día del espectador en los cines de la zona hacían que el mendigo se viese obligado a pegarse en la pared y no moverse más que nunca ya que, ni siquiera podía distinguir los zapatos de aquellos que formaban la primera fila de la manada nómada.
A falta de dos horas para el cierre oficial de todos los centros comerciales, Lucía había vuelto a aparecer en las puertas de cristal del Corte Inglés. Llevaba en sus manos un paraguas para resguardarse de la lluvia, el abrigo celeste y los tacones más preciosos que le había visto jamás. Había abierto el paraguas para no mojarse y, a cada paso que daba, se encontraba más cerca del desconocido transeúnte. Estaba a su lado. Joaquín notaba como las gotas de lluvia caían por un lado de su cuerpo mientras que por el otro, notaba el calor femenino y olía el perfume de la mujer. Las medias que ejercían de separación entre los tacones y la falda de empresaria que llevaba, estaban cada vez más lisas. No se las estaba subiendo ni colocando; todo lo contrario, la mujer se deslizaba apoyada en la pared rumbo al suelo con la mirada perdida y un gesto de preocupación en la cara. Se encontraba tumbada, con las piernas estiradas y paraguas en mano cuando dijo:
-¿Quién se encargará de unir todas las cosas malas para que nos demos cuenta, nos enteremos o, incluso las hagamos en un mismo día? ¿Usted lo sabe?
-No.- la cara de Joaquín era un poema. Deseaba escribir una obra sobre el acontecimiento que estaba viviendo en ese mismo momento. Anonadado siguió escuchando.
-Diez asquerosos años de mi vida dedicándolos al trabajo, no pudiendo atender bien las tareas de mi casa ni complacer a mi marido para que, en una hora, me entere que mi jefe está preparando mi despido y mi marido, ese hombre que supuestamente debería comprenderme y estar ahí para las malas y comentar nuestras vidas, se dedica a comentarla con otras. Pero claro, más que comentar. Comer, salir juntos, dar paseos y quién sabe qué más cosas mientras yo estaba encerrada durante doce horas en ese maldito despacho. ¿Por qué?- y soltó un grito desesperado en busca de algo que le devolviese el sueño que había estado viviendo hasta unas horas antes.- He sido una estúpida…- suspiró.
-Dudo que usted haya sido una estúpida.
-¿Quién se ha creído usted para hablar conmigo?
-Usted lo hace conmigo, ¿por qué debería dejar de hacerlo? Desde el momento que se sentó a mi lado la llevo escuchando con atención, ¿no cree que eso me dé algún derecho?
-Vaya… Puede ser que tenga usted algo de razón.
-Como le iba diciendo creo que usted no ha sido cumplidora en el pago del alquiler.
-¿Cómo? Perdóneme pero, no le entiendo.- se disculpó la mujer como si le estuviesen hablando en un idioma desconocido.
-Sí. Simplemente nadie es propietario de la felicidad. Si corres con suerte de ser inquilino tienes que ser cumplidor en el pago del alquiler. Porque si no te arrebatan lo que es tuyo.- Joaquín no paraba de mirar al suelo mientras pronunciaba eso que había leído alguna vez y ahora lo recordaba mejor que nunca.- Tú dirás o pensarás que no soy el más adecuado para decírtelo. Pero, créeme, la experiencia es mi mejor aliada y mi única compañera en este momento.
Lucía no podía dejar de mirar al hombre que evitaba el encuentro de sus miradas. Aún no se creía el poder de aquellas palabras que el hombre había mencionado.
-¿Qué le pasó a usted?
-La que se ha sentado a mi lado en busca de un oído ha sido usted no yo.
-Quiero saberlo.
-Eso ya no importa. Llevo años sin ver a mi familia con millones de secretos que simplemente sabemos yo y mi invisible compañero.
-¿Acaso tiene un amigo invisible como los niños pequeños?- consiguió que la mujer soltara una carcajada.
-No. A no ser que se llame así al amigo que dio su vida por mí.
-Mi marido me pone los cuernos, presento mi carta de dimisión al enterarme que andan preparando mi despido, le cuento mi vida a un mendigo y la ropa que recién estreno me la he mojado toda. Un día de lo más completo.- ahora la mujer no podía parar de reír.
-Gracias por lo que a mí respecta.- se atrevió a sonreír el pobre hombre.
-¿Me invitarías a compartir esta noche en tu casa?- dijo la mujer con intención de hacerse la graciosa aunque de corazón.- No sé si tengo ganas de ver a mi marido y mucho menos de dirigirle la palabra…
-Nada como llegar a casa y notar el calor de su interior. Aquí no lo hay.
-Me iré y, tal vez, decida mudarme como usted. Vivir de nuevas experiencias.
-Señorita, es demasiado orgullosa y presumida para hacerlo. No lo digo de malas. Simplemente salta a la vista.
-Es verdad. Lo único que echaré de menos será a los hijos que nunca tuve. ¿Usted tiene familia?
-No.- mintió el reservado de Joaquín. Él no había sido el mejor hombre y padre del mundo pero ese vacío que existía entre él y su familia no lo había podido superar.- Creo que va siendo hora de que vaya preparando mi caseta…
-¿Duerme entre cartones?
-Dentro del cartón tengo un colchón de agua pero, lo dejo en la intimidad.- contestó con ironía el indigente.
-Siento haberle molestado con mis tonterías. Aunque mírelo por el lado bueno, bajo el paraguas casi ni nos hemos mojado.- rió.
-¿Volverás?
Suscribirse a:
Comentarios (Atom)
