martes, 7 de julio de 2009

Epílogo

Epílogo
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Esta vez no había escarcha en el suelo. Lucía avanzaba a pasos presurosos sobre la tierra seca y polvorienta. El verano no estaba siendo especialmente caluroso, pero el castigo sobre la isla era incesante. En los últimos días se había instalado la panza de burro sobre la parte norte de Las Palmas y no había manera humana de evitar observar desde cualquier autopista los reflejos refrescantes del mar y ahora, todavía más, su azul intenso, azul al estilo inglés que tanto le recordaba a su triste vagabundo.
Llevaba tacones altos, que la acompañaban en incesante melodía entre las lápidas que se asomaban a sus ojos esperando ser visitadas, el pecho y la espalda relucientes al sol, medio bordeados por una camisilla negra y acompañados por una falda del mismo color que no llegaba a cubrirle las rodillas. Con ojos hinchados, labios desteñidos, el pelo negro aferrándosele al bajo cuello y una carpeta marrón descuidada bajo el brazo derecho, sucumbía la mujer bajo el bochorno.
Después de pasar unas treinta hileras de lápidas perfectamente distribuidas y girar a la izquierda, detenerse acaso un segundo para reencontrar el camino correcto y continuar unas veinte hileras más, Lucía apoyó uno de sus tacones sobre la piedra calentada que se alzaba delante.
Ahí estaba.

María aparcó la furgoneta vieja de su madre en zona amarilla. Golpeó la puerta y ni se molestó en comprobar que había quedado correctamente encajada. Estaba sedienta y acalorada, el traje veraniego le quedaba demasiado prensado y le resultaba incómodo al caminar; se le estaban humedeciendo los muslos del esfuerzo. Avanzó, subió la cuesta con el brazo en el costado y llegó a la parte más alta del cementerio.
Se divisaba la zona norte de la Isla.
Se giró.
Ahí estaba.

Capítulo 10

10
El último orgasmo
(Capítulos anteriores, más abajo)

En el recuerdo de Joaquín habían pasado minutos desde la última noche que había pasado junto a su mujer de torpe caminar. Recordaba una noche mágica, como si la viviera desde el cielo.

El día estaba nublado y hacía más ruido que nunca en la calle. Le dolía la cabeza y cuando no había abierto los ojos del todo, oyó desde el otro lado de la acera gritar a Evaristo, el condenado a pobre de riqueza y corazón.
-¡A ver si nos dejas en paz de una vez! ¡Seguro que te queda poco en esta puta calle! ¡Imbécil! Nos has estado robando el dinero durante todo este tiempo.

El indigente, que apenas había abierto los ojos, temía por lo que se atreviera a hacerle el único hombre con el que había tenido conflicto en la vida nada más llegar a su última casa. Esta vez no estaba Pedro para defenderlo. ¿Dónde habría estado todo este tiempo? Las malas lenguas aseguraban que había muerto de sobredosis: “un gran corazón pero tenía la vida jodida”, otros rezaban para que hubiese encontrado una solución y unos pocos lloraban porque lo querían con locura. Joaquín sentía cierta nostalgia. Le había defendido una vez y le apenaba no saber qué había sido de él.
Por fin, consiguió abrir los ojos y descubrió que teniéndolos cerrados se encontraría mejor ya que la cabeza le iba a estallar. Había pasado la noche con Lucía y despertaba entre sus cartones de la avenida junto al Corte Inglés y no podía recordar cómo había llegado hasta allí o si aquello había sido un sueño, un sueño adorable pero, al fin y al cabo, un sueño que había terminado. En ese momento, se alegraba de haber conocido a una persona maravillosa que dio luz verde a su vida y consiguió reprimir todos los sentimientos de soledad y angustia a la cantidad de días callejeros que acumulaba a su espalda.
Justo al lado de Evaristo estaba un hombre con larga gabardina de color marrón, gafas de media luna, bajito y rechoncho cuya cara le resultaba bastante familiar a los ojos entreabiertos de Joaquín. Cruzaba el paso de peatón mientras un coche frenando gritaba toda clase de improperios que se puedan imaginar. Joaquín también sentía lástima por él. Cuando mantuvo la corta pero, intensa conversación con el hombre dentro de su despacho se dio cuenta que en él habitaban muchos entresijos. Su mal humor, su timidez convertida en agresividad y prepotencia hacían de un hombre noble todo un animal. Lo que no sabía Joaquín era que en su casa permanecían cuatro de sus hijos cuidados por su madre que hacía toda una vida en silla de ruedas día y noche. Si lo hubiera sabido, entendería por qué se había construido así su propio carácter ya que buscaba en su trabajo, concretamente, en su despecho el desahogo que no encontraba en su hogar.
El hombre, tras una breve mirada de reojo al que le gritaba disparates, le enseñó el dedo corazón y siguió de largo a la rutina.

Joaquín no pudo evitar volver a cerrar los ojos tras semejante escena. Temía que la cabeza le reventara de un momento a otro. Pensó en sus hijos y su mujer. Qué estarían haciendo en ese mismo momento, con quién estarían todos ellos, se preguntó si lo recordarían día tras día o lo habrían olvidado como cuando se muere una simple tortuga. Es más, se preguntó si todas esas preguntas que se hacía las podría responder algún día de su vida.
Las pestañas permanecían unidas con fuerza pero, dejaron paso a una fila de lágrimas cristalinas. Lágrimas limpias que se escondían en un cuerpo sucio.

El domingo seguía nublado. La previsión del tiempo anunciaba lluvia y, lógicamente, no había rastro de la estrella diurna que nos tosta la piel. Joaquín nunca había visto tanta gente conocida en un mismo día. Continuaba con los ojos cerrados aferrando a su pecho y abrazada con sus manos la carpeta marrón que guardaba sus poemas, su gran tesoro. Durmió y soñó como lo hacía todos los días:
“-Observando el resultado de sus análisis y comparándolos con los síntomas que usted mismo me acaba de decir que padece, me temo que, a falta de algunas pruebas más por hacer, debemos someterle a tratamiento cuanto antes.- la voz entrecortada del doctor le delataba.
-¿A qué se refiere exactamente?
-Digamos que sus células sanguíneas inmaduras proliferan, es decir, se reproducen de manera incontrolada en la médula ósea y se acumulan tanto ahí como en la sangre, logran reemplazar a las células normales y…- Joaquín apenas prestaba atención a lo que el médico le estaba diciendo. No entendía nada y decidió no saber nada.
-Vale. Padezco una enfermedad. Tendría que ponerme en tratamiento pero llegaré al mismo sitio que llegan todos, ¿no?
-No exactamente así… No exactamente así… No exactamente así… No exactamente así…”.- decía el diálogo terminado en eco con el que Joaquín estaba soñando. Últimamente soñaba con la misma escena todos los días.
Despertó sobresaltado y una mujer de rostro familiar estaba sentada a sus pies. Sostenía en sus manos la famosa carpeta marrón. El dolor de cabeza le había desaparecido y tenía los ojos abiertos como los de los búhos. Su mujer había envejecido, estaba más flaca y en el pelo le lucían unas canas que daban a entender que no se teñía en meses. Leía atenta el cuaderno y no miró al hombre aún sabiendo que acababa de despertarse.
-Recuerdo cuando me escribías poemas…
-¡María!
-No soy una aparición ni una imaginación tuya no te preocupes. Quería saber cómo estabas.
-¿Has estado mucho tiempo interesada o se te ocurrió anoche?- sin saber por qué el indigente soltó esa pregunta de su boca sin intención alguna. No quería causar más daño porque él también lo pasaba mal con la situación. Ante semejante pregunta, María se levantó con gesto de marcharse enfadada pero la retuvo sosteniéndola de la mano.- Lo siento. Yo también estoy pasándolo mal…
-Joaquín no es plato de buen gusto verte aquí. No fue por mi culpa que nos quedáramos en la calle. Estaba dolida y tú sí que eras el culpable. Nos hiciste daño a mí y a tus hijos. Cada noche, cada mañana, en cada almuerzo, en la merienda y en la cena me pregunto qué habrá pasado contigo. No sabía ni siquiera si te habrías ido a casa de algún amigo, si te habías venido a la calle o si te habías suicidado. ¿Qué has hecho Joaquín?- suplicaba su mujer a punto de llorar al tener a su marido cara a cara.
-Mi vida desde aquel día ha sido lo que ves. Mi orgullo no me dejó pedir una cama en casa de nadie, apenas tengo familiares a quién pedírsela y mis amigos me hubieran dicho cosas que en ese momento no quería oír. Por mi cabeza ha pasado todos los días las ganas de coger una cuerda, alzarla sobre este mismo techo del centro comercial y que el mundo viese lo que me ha deparado la vida, tirarme a la carretera y que fuese un coche el que acabase con mi vida pero, lo pensé mejor y el conductor se sentiría culpable para toda la eternidad. Nada más llegar tuve problemas con los mendigos que ya habitaban aquí pero, aunque fuesen mendigos no dejan de ser gente ejemplar y uno de ellos me defendió. Tuve la valentía de enfrentarme a una entrevista de trabajo. Hasta fui a la peluquería pero, como es previsible, no me aceptaron por las pintas que llevaba. Todas esas anécdotas, por llamarlas de alguna manera, me han pasado viviendo aquí.- a Joaquín sólo le faltaba gritar. La gente que pasaban a su lado apenas se atrevían a mirar a la pareja que se daban explicaciones y lloraban a la vez.
-¿Quién es Lucía?- dijo entre sollozos María.

A Joaquín le dio un vuelco el corazón. Cómo explicarle a la que era su mujer que había conocido a una chica todo este tiempo, que le había ayudado y había sido su más fiel compañera. Cómo explicarle que había salido con ella por la ciudad e, incluso, que se había acostado con la tal Lucía.
-Lucía es de torpe caminar y apareció por aquella acera.- señaló hacia la puerta del centro por la que había visto por primera vez a la mujer.- La veía como a una mujer cualquiera hasta que un día se sentó justo en donde tú estás ahora y me empezó a contar todos sus problemas personales. La escuché y me escuchó. Yo también le conté los míos, los nuestros. A partir de ese momento nos hicimos amigos y venía cada día a traerme algo de comida o a aportarme distracción. Otro día salimos por ahí y permitió que me duchara en su casa. Se ha portado muy bien conmigo…
-Vale. Demasiados detalles ya.- aunque no se lo podía creer, María no sentía dolor hacia lo que su marido le estaba contando. Se alegraba porque eso quería decir que durante este tiempo no había estado del todo solo.
-¿Cómo están los niños?- preguntó sin permitir un segundo de silencio. Estaba deseando saber por ellos.
-Están muy bien Joaquín.- y agachó la cabeza.
-¿Sólo me dices que están muy bien? ¿Preguntan por mí? No les habrá pasado algo, ¿no?
-No. Están muy bien. Ahora vivimos en casa de mi madre y trabajo limpiando cuatro casas diariamente. No me pagan bien para lo que trabajo pero, con eso y la paga de mi madre salimos adelante y por supuesto que tus hijos preguntan por ti.- Joaquín rompió a llorar como llora un pequeño cuando se cae por primera vez.- ¿Cómo no van a preguntar por su padre? Sabes que siempre han estado más apegados a ti que a mi, más de los que tú mismo te crees. No hay cada noche en la que los dos me pregunten que si estás bien o que cómo creo que te irá a donde te has ido.
-¿Qué les has dicho?
-¿Qué les voy a decir? Que conseguiste plaza en un colegio en el que te necesitaban urgentemente bastante lejos de las islas con un uso horario completamente diferente y que, por eso, no podíamos llamarnos mucho.
-¿Se lo creyeron?
-Al principio lloraron como magdalenas. Ahora desean que te vaya bien y me mandan mensajes para que te los diga cuando hablo contigo por teléfono supuestamente. Si me vieras… Tengo que crear conversaciones ficticias contigo a través del teléfono.- con este último comentario María consiguió sacar la primera sonrisa del día a su marido.
-Quien pudiera verlos.- suspiró el mendigo.
-Joaquín, puedo traerte comida cuando quieras ahora que sé que estas aquí. No me gustaría que tus hijos supieran que…
-¡No! Es más, a medida que vayan creciendo y pase el tiempo diles que acabé muriendo en un accidente de tráfico o invéntate algo, no lo sé. Ellos no deben culpa de nada y no tienen por qué sufrir ni pasar vergüenza.
-Gracias…
-Diles que los quiero y que son el mayor tesoro que me ha podido dar la vida.- seguía llorando.- Tú también eres la mejor mujer del mundo María y espero con todo mi corazón que algún día llegues a perdonar todo el daño que te he hecho.- decía mientras la fila de lágrimas bañaba todo su cuerpo y acariciaba una de las mejillas de su mujer.
-Ya no tengo nada que perdonar…

Y marido y mujer se fundieron en un fuerte abrazo.

-Tengo que irme Joaquín. Si llego tarde a la casa que tengo que limpiar ahora me despiden.- se disculpó la mujer haciendo un gesto fallido por limpiar su rostro mojado.
-¿Hoy domingo?
-Sí. Parece ser que el domingo es sólo descanso para el Señor.- rió forzadamente.
-Adiós María.
-Te buscaré para traerte algo de comida.- cerró la carpeta marrón, le dio un beso en la frente a Joaquín y se fue por donde mismo había venido.
Por el camino María había tenido un encontronazo con Lucía pero ninguna llegó a reconocer a la otra.
Joaquín había decidido seguir ocultando a su mujer la conversación que había mantenido con el médico. Algún día iría a llevarle comida y no lo encontraría. María era mujer de palabra.
Cuando llegó Lucía hasta él ni siquiera hablaron sobre la última noche que habían pasado juntos. Se limitaron a mirarse y hablar.
-Mi mujer ha estado aquí. Le he contado todo aunque sin detalles.
-¿Qué te ha dicho?- preguntó Lucía poniendo un gran interés a la información.
-Que mis hijos están fenomenal y me echan de menos. Algún día se pasaría por aquí para traerme algo de comer ahora que me ha encontrado.
-Me alegro.- se sinceró y besó a Joaquín en los labios.
-Gracias por todo.
-¿Gracias por qué? No seas estúpido. Descansa; no se te ve buena cara.
Lucía apoyó sobre su hombro la cabeza de Joaquín una vez más.
El indigente sentía una paz enorme dentro del corazón. Sin duda alguna, los sueños que tendría ahora serían placenteros y sobre cosas bonitas. Le daba igual todo. Estaba sentado, con la cabeza apoyada en la que había sido su guía y consejera en los momentos duros y cerraba los ojos para visualizar a sus hijos. Aún conservaba la imagen más bonita de ellos y no se le despagaba de las retinas. Ahora que podía vivir en paz, buscaría los momentos más dulces tanto pasados como en el presente. Seguiría en la calle pero con una forma distinta de ver la vida. Buscaría en cada esquina, en cada hecho y en cada persona el último orgasmo de vida. Ese placer de disfrutar la vida tal y como hacían los demás. Había pasado una semana desde que empezó a vivir en la calle y se le había hecho eterna. Cada día que pasaba para cualquier persona, Joaquín lo convertía en año y por momentos llegó a perder la noción del tiempo. Ahora los días serán días, las semanas serán semanas y los años, años serán.

Pero allí permaneció. Jamás volvió a tener ese sueño que le atormentaba ni supo más sobre los otros indigentes, ni sobre el hombre que le ofreció una entrevista, ni de su barbero, ni de María y sus hijos, ni siquiera supo más de Lucía. Joaquín siempre tuvo la certeza de un secreto que llevaría a su tumba. Así fue y sobre el hombro de Lucía la de caminar torpe. Mientras permanecía apoyado a la pared y pensaba en la imagen de sus hijos jugando. Se le había dibujado una pequeña sonrisa en la cara y las lágrimas se habían agotado para Joaquín. Su último orgasmo lo tuvo en forma de suspiro. Un suspiro eterno del cual sólo fue testigo la mujer que lo soportaba.
Lucía no lloró. Apenas gimoteó ni llamó a nadie. Sabía perfectamente que la vida de Joaquín se basaba en orgasmos de placer y dolor causados por personas atentas a su felicidad o desgracia. Ahora descansaría y dormiría entre algodones. Ese era el consuelo de Lucía.
La mujer sacó de su bolso un permanente negro que había comprado en algún momento de su vida y sin saber para qué. Escribió en la pared del mismo Corte Inglés de la Avenida Mesa y López como si de una rebelde se tratara ya que eso es lo que había logrado del propio Joaquín: “ser una joven más con juventud acumulada”. A partir de ese momento se puede leer en una de las baldosas que forman la pared gris del centro comercial:
AQUÍ YACE MI AMOR POR LA VIDA Y EL ANSIA DE PERDÓN”.

El domingo terminó junto a Joaquín.

martes, 30 de junio de 2009

Capítulo 9

9
Gemidos en la vida
(Capítulos anteriores más abajo)

Una vez los dos habían terminado de vestirse, decidieron volver al mundo de la calle y ser guiados por el viento a algún lugar recóndito de la isla. La noche escondía droga, música en alto volumen y, sobre todo, mucho sexo y peleas.
Joaquín recordaba, como si hubiese ocurrido días antes, la primera vez que salió por la noche con sus amigos a una discoteca de la capital Gran Canaria. No sabía cómo ir vestido, qué hacer ni cómo actuar. Acabó bebiéndose seis vasos de ron con “coca-cola” y se dejó llevar por la borrachera. Por si esto era poco, entabló más que conversaciones con casi todas las chicas del local y terminó la noche en Urgencias debido a la fulminante paliza que le habían propiciado con el labio roto, los pómulos amoratonados e hinchados y un hombro dislocado.
La noche ya no le daba miedo a Joaquín. Formaba parte de su rutina y lo que, anteriormente, había sido síntoma de desenfreno ahora se había convertido en el efecto de amor y pasión por la vida.
-Te veo triste. ¿Prefieres volver?
-¿Volver a dónde? ¿A las baldosas que me provocan dolor de espalda noche tras noche, volver al lugar donde casi todos los sábados los jóvenes estúpidos que no controlan el alcohol me provocan hemorragias internas y hacen que personas como tú se compadezcan cada domingo por la mañana? No…
-…volver a mi casa, Joaquín.- susurró ante el nerviosismo del hombre incrédulo. Esta vez no le empujó ni le cogió de la mano como si de un niño pequeño se tratase. Se la cogió con dulzura y amor.

A medianoche las agujas del reloj abrían paso a la pasión. Ya no se veían como simples amigos ni la casa era oscura. Habían compartido juntos muchos momentos angustiosos y ahora era el momento del regalo y disfrutar de los gemidos que da la vida y, a veces, nos negamos a escuchar.
Lo negro se volvió rojo, las heridas en caspa, las mantas en sábanas y las paredes de papel en megáfonos. El dos pasó a ser uno y el desenfreno volvía a jugar el papel protagonista.
El sentimiento de culpabilidad no existía en ambos ya que volaban libres y las alas se convirtieron en las manos que rozaban la piel del otro.
El baño, la cocina y la cama fueron sus íntimos compañeros. El cuerpo manchado de Joaquín ensuciaba la dulce piel color leche de la muchacha. La ternura y la ciega obsesión de hacerse el uno del otro eran frutos de la brutalidad que mostraban por momentos. La lucidez de los dos se mostraba tanto arriba como abajo dependiendo del éxtasis del hecho. No comprendían nada de lo que pasaba ya que se comportaban como dos jóvenes excitados en busca de carne que los miembros de la manada no le habían proporcionado con anterioridad. Ya Joaquín no era el mismo, más se mostraba diferente a cuando mantenía relaciones con su mujer. ¿Habría encontrado el amor verdadero en Lucía?, ¿sería simple atracción lo que le proporcionaba María? No lo sabía ni mostraba el más mínimo interés por descubrirlo. Estaba disfrutando. No quería terminar…

Habían descifrado los secretos físicos y morales más ocultos de los dos en apenas unas horas. No hicieron falta las palabras cuando ya sabían de lo que cojeaba el otro.

A parte de la entrega, hubo momentos que le recordaban a la juventud de los dos. Se había abierto ya la madrugada cuando pusieron la música a todo volumen sin apenas pararse a pensar en los vecinos, fumaron hasta que el humo de los cigarrillos le proporcionó el último orgasmo que faltaba en el ambiente y rieron a carcajadas como si de felices se tratara.
-Por cierto, ¿esas manchas a que se deben?- curioseó algo fumada la mujer.
-¿Prefieres que te diga que es una dermatitis o la lepra?- rieron minutos los dos.- La verdad es que ni yo mismo lo sé.

A ser verdad, la pesadilla en la que el hombre se encontraba en un hospital y se negaba a saber qué enfermedad le había sido diagnosticada, no era una simple pesadilla. Cada día acarreaba con la curiosidad de saber por qué esa mañana no había querido saber qué tenía o qué le pasaba. Pero, era tarde y el tiempo apremiaba.
Los dos se quedaron dormidos en el mismo sillón donde reían muertos del cansancio. El recuerdo de aquella loca y salvaje noche no desaparecería nunca de sus vidas. Quién sabe. A lo mejor sería lo último que recordaran…

El sábado murió para dar paso al domingo…

jueves, 25 de junio de 2009

Capítulo 8

8
Jóvenes de juventud acumulada
(Capítulos anteriores más abajo)


Aquella mañana Joaquín abrió los ojos ante la atenta mirada de la mujer con la que había mantenido largas conversaciones tiempo atrás. Ella se apoyaba sobre sus talones mientras él intentaba incorporarse lo más rápidamente posible. En sus manos llevaba una bolsa de cartón que dejaba ver surcos de aceite, lo que dio a entender a Joaquín que había traído churros para desayunar.
Tanto el sol como la mujer lucían radiantes de felicidad y eso le animaba.
-He traído churros por si te apetecen.- dijo tímidamente la mujer sin ocultar la sonrisa que pronunciaba su boca.
-Me encantan.- admitió él metiendo la mano en la bolsa y cogiendo uno por cada mano.
-Mi marido se ha ido de casa. Estoy completamente sola.- dejó ver alguna que otra lágrima en sus cristalinos ojos.- Pero, no estoy triste y me sorprendo a mí misma. Si tuviese que llorar, lloraría de felicidad porque ahora soy libre y no permitiré que nadie vuelva a engañarme. Gracias por ser tú con tus hermosas palabras y anécdotas quien me ayudara, en cierta forma, a seguir adelante.
-No tienes por qué darlas. Tú hablabas, yo hablaba…
-No. Gracias de verdad.- impuso Lucía cogiendo una de las diminutas manos del indigente.- Vamos a dar una vuelta por ahí. Dediquémonos este precioso día.
-¿Y qué pretendes que hagamos? ¿Verdaderamente crees que me dejarían entrar así a cualquier sitio?
-¿Y por qué no? Muchos llevarán trajes y corbatas pero, estoy segura que ninguno lleva el corazón que tú tienes dentro.

Y así fue como Lucía consiguió que Joaquín saliese de la avenida Mesa y López durante todo el día. Caminaron pegados el uno al otro y no paraban de reír. Por fin habían logrado apartar los problemas por completo y ser felices. A pesar de las miradas ignorantes de los ciudadanos, ellos no paraban de reír y contar anécdotas del pasado. Decidieron almorzar en uno de los mejores restaurantes de la ciudad y formar parte de la locura: “Total por un día”.

Por la mente de Joaquín había pasado la imagen de su posible rechazo ante la entrada del bar pero, aún así, siguió adelante. En la fachada se podía distinguir un gran cartel luminoso (a pesar de la luz diurna) que, además de poner nombre al restaurante, dejaba ver una gran lista de comida que podían consumir en su interior. La puerta no era el simple portón de madera que siempre permanecía abierto, sino una gran cristalera de aluminio en la cual se situaba un camarero para apuntar los nombres y dejar el número de mesa. Lógicamente éste al ver las pintas del indigente no supo cómo actuar ya que nunca antes se había visto en esa situación. No sabía si dejarse llevar por la educación que su madre difunta le había enseñado y actuar como si nada pasara o, por el contrario, llevar a cabo las normas de su lugar de trabajo y no aceptarlo dentro del local. Dudó.
-Perdone Señor pero la normativa del restaurante exige un atuendo determinado… De verdad que lo siento.- dijo el noble camarero agachando la cabeza como si de un inocente se tratara.
-Simplemente venimos a comer, ¿para comer hay que llevar una ropa específica acaso?- comenzó a alterarse Lucía hacia el rechazo de su amigo.
-Lucía déjalo. Él no tiene la culpa. Nos podemos conformar con una hamburguesa o algo.

Y cogió a su amiga de la mano hasta arrastrarla a la amplia avenida en la que se encontraba el dichoso restaurante.

-Todavía no me explico cómo es que has sido tan estúpido de no reprochar y reivindicar por tus derechos, Joaquín.
-Dentro no tenía ningún derecho.
-¿Cómo que no? ¿No tienes derecho a comer como cualquier otra persona?
-Sí, a comer sí. Pero, ¿consideras un derecho el que te digan la ropa que tienes que llevar para comer o beber? Yo no.

Hubo un silencio que dio respuesta. Ese silencio fue el responsable de la idea que se le había ocurrido a Lucía.

-Vamos. Acompáñame. Nos queda media hora de camino.
-Creía recordar que no teníamos un rumbo fijo…
-¡Cambio de planes!

Anduvieron durante media hora más. En total sumaban unas seis horas las que habían estado recorriendo parte de la ciudad. Ahora estaban ante la mirada de un gran edificio decorado con mármol negro y de nueve pisos. Todas las ventanas que acompañaban al oscuro mármol estaban tapadas por su interior de grandes cortinas a excepción de un par.
-¿Ves esas ventanas sin cortinas?
-Sí.
-Son las ventanas de mi casa.
-¿Y qué hacemos aquí?- preguntó extrañado el pobre hombre.
-Subiremos, tomaremos algo para acabar un poco con el cansancio, te ducharás y te pondrás alguna ropa de mi ex marido y seguiremos dando vueltas como jóvenes sin rumbo.
-No, no creo que sea una buena idea.
-¿Por qué no? ¡Vamos!- y de un empujón entraron los dos al edificio hacia el piso número tres, portal izquierdo.

La vivienda no era mucho más grande que la zona en la que vivía Joaquín. Nada más entrar se podía observar un gran salón que compartía piso con la cocina y, a parte del baño, tenía dos dormitorios más. La casa era bastante oscura y se respiraba a soledad. El indigente vivió esa tarde como en sus primeros días de recién casado en los que no hacía nada. Lucía lo dejó sentado en el sofá y se encargó de prepararle la comida, el baño e, incluso, la ropa que se pondría minutos después. El afecto que sentía el pobre por la muchacha crecía cada vez más y lo que sintió cuando oyó por primera vez su torpe caminar ya no era nada. Sentía más, quería más.
-Todavía no acabo de entender por qué haces todo esto Lucía.
-Somos amigos. Pregúntate “¿por qué no debería hacerlo?”.

Joaquín comió, se duchó y, después de mucho tiempo, se vistió decentemente. Aprovecharon el día y la noche como si fueran jóvenes en la realidad.

El sábado no había llegado a su fin…

jueves, 18 de junio de 2009

Capítulo 7

7
Vuelta al futuro y regreso al pasado
(Capítulos anteriores, más abajo)


Los ventiladores no paraban de dar vueltas en el hospital. Era una calurosa mañana de verano y la sala de espera estaba abarrotada de gente. Las enfermeras y médicos no demostraban ningún tipo de simpatía o educación hacia los pacientes y entre el calor, la espera y el humor de los ya mencionados creaban la tensión del ambiente.
En un asiento, que hacía mirar al que lo ocupara hacia el ala sur del centro, estaba sentado un hombre que no paraba de mover un bolígrafo entre sus dedos. Por lo visto, era profesor y andaba corrigiendo exámenes. No sabía el por qué de la llamada de sus médicos y, mucho menos, por qué estaba perdiendo su tiempo allí cuando estaba dominado por el síndrome de la bata blanca.
Apenas se atrevía a mirar las caras de los otros, que al igual que él, estaban esperando a que dijeran su nombre para romper con la incertidumbre. De pronto, una voz femenina anunció por el megáfono: “Don Joaquín Fernández Rodríguez”. Guardó los exámenes en una carpeta marrón que llevaba bajo el hombro y puso el bolígrafo en el bolsillo superior que llevaba en la camisa. Se puso en pie como pudo y comenzó a andar con paso firme y ligero.
Abrió la puerta de lo que para él era un mundo desconocido y se centró en la decoración pobre y deprimente de las paredes blancas y celestes sin ningún tipo de cuadro o planta. El hombre con gafas que se sentaba tras una mesa rectangular situada en el centro de la habitación, delante de una camilla, le invitó a que tomara asiento.
Se sentó y esperó a que el hombre vestido de blanco como las paredes comenzase con el interrogatorio.
-Mi nombre es Francisco Ochoa y, aparte de ser su médico de cabecera, me encargo de algunas de las especialidades de este hospital. Dígame, ¿desde cuándo no se somete a una revisión médica, se hace un análisis,…?
-A excepción de una vez que me rompí el brazo con diez años y un análisis que me hice por obligación del que entonces era mi pediatra y, claro está, el análisis que me realizaron el otro día en revisión médica laboral, nunca.
-Está bien. Si le sirve de consuelo no es el único hombre en el mundo que siente cierto “repelús” por los médicos o padece el síndrome de la bata blanca como nosotros le llamamos…
-No se preocupe. No tengo ningún miedo. Simplemente no le encuentro sentido.
-… ya claro. ¿Se ha notado usted cansado, con falta de apetito o con fiebre intermitente en las últimas jornadas?- preguntaba el doctor mientras anotaba cada una de las respuestas en su informe médico.
-Sí, la verdad es que sí. Supongo que será por el estrés acumulado de las clases que acaban de finalizar.
-Tal vez se haya notado algo de dolor en los huesos o alguna hemorragia por el recto o la nariz…- seguía preguntando el doctor sin apenas mirar a su paciente y sin dejar de escribir.
-Sí, ahora que lo dice llevo varios días sangrando cada vez que voy al baño y el dolor en los huesos viene y va. Es algo pasajero pero cuando viene es insoportable.- cada vez más Joaquín se preguntaba: “¿por qué sabe todas estas cosas a cerca de mi estado anímico?”. Parece lógico.
-Espéreme aquí un momento. Voy a buscar el resultado de sus análisis.

Joaquín aceptó de buena manera. Aquello no le olía nada bien. Ahora, se sumergía poco a poco en las profundidades de la curiosidad y quería saberlo todo aún sin saber si estaba preparado o no.

-Observando el resultado de sus análisis y comparándolos con los síntomas que usted mismo me acaba de decir que padece, me temo que, a falta de algunas pruebas más por hacer, debemos someterle a tratamiento cuanto antes.- la voz entrecortada del doctor le delataba.
-¿A qué se refiere exactamente?
-Digamos que sus células sanguíneas inmaduras proliferan, es decir, se reproducen de manera incontrolada en la médula ósea y se acumulan tanto ahí como en la sangre, logran reemplazar a las células normales y…- Joaquín apenas prestaba atención a lo que el médico le estaba diciendo. No entendía nada y decidió no saber nada.
-Vale. Padezco una enfermedad. Tendría que ponerme en tratamiento pero llegaré al mismo sitio que llegan todos, ¿no?
-No exactamente así… Además, con el paso del tiempo le irá saliendo manchitas en la piel y…
-¿Esto funciona como los comercios? ¿El cliente siempre tiene la razón? ¿Tengo derecho yo a decidir si quiero saberlo y si quiero ponerme en tratamiento o no?
-Por supuesto…
-Creo, entonces, Doctor Ochoa que nuestra conversación ha llegado a su fin.- dijo Joaquín mientras se levantaba de su asiento.

El intento de frenar la salida del paciente de su consulta quedó en vano. Había dejado al médico con la palabra en la boca con un simple: “Hasta luego y perdone por las molestias ocasionadas”.

Ese era el antiguo Joaquín…

El indigente se había despertado de su siesta inoportuna ya que, era la tarde-noche del viernes de un año desconocido y no se acordaba de cuando se había despedido de Lucía por última vez.
Ese viernes no la vería. A lo mejor tendría que esperar al sábado…
Joaquín había vuelto al pasado en forma de pesadilla y prefería no pensar en ello ni recordarlo. Antes de seguir durmiendo se tapó con las mangas de su camisa las manchas que habían aparecido en su piel y que, bajo la luz de la luna, resplandecían de colores sombríos, arregló la caseta y volvió a hacer lo mejor que, hasta ahora, sabía y podía hacer: dormir.

Las campanadas de la catedral anunciaban el comienzo de un nuevo sábado…

viernes, 12 de junio de 2009

Capítulo 6

6
Mensaje subliminal
(Capítulos anteriores más abajo)

Habían pasado meses e, incluso, años desde su última visita. Se podía distinguir a Lucía con su caminar a dos kilómetros de distancia. Joaquín no había optado por levantarse ese día, trabajaba en su carpeta marrón a la que había dejado abandonada.
No paraba de escribir lo que le venía a la cabeza sin previa meditación. No prestaba atención a la gente que pasaba por su lado manteniendo el equilibrio para no pisarle ni oyó el accidente que se había producido en la carretera justo delante de sus narices. Tampoco había oído el taconeo de Lucía…
-¿Se puede saber lo que haces?

La mujer se había acercado hasta el mendigo como había prometido. Agachada preguntó en qué estaba trabajando pero, Joaquín absorto a la situación no supo dar respuesta y se limitó a cederle el folio en el que escribía para que lo leyera:
-Aprovecha. Tal vez sea el único que te deje leer.- advirtió el hombre.
-¿Sí? Veamos…

“En los ojos una mirada negra,
torpe y cándida,
como el fulgor que te asoma a los labios
cuando callas.
Los alisios que baten tu pelo, quizás,
la razón de las mareas en mi alma.
Me retuerces, me invades.
El aplomo de tu postura,
tu cuello traslúcido y tu garganta
que me miran desde la penumbra de esta calle
fría - entumecidos mis sentidos-.
Y me miras, aún mejor,
atraviesas las capas que no me pertenecen,
nutridas entre calles y limosnas,
y te asomas a mi alma.
Fugaz, siento en mí que ya no llueve.”

Siete fueron las veces que Lucía leyó aquel insignificante trozo de papel. No sabía qué decir. ¿Verdaderamente una simple conversación había originado todo aquello?
-Joaquín…
-¿Sabes? Soy el José que desapareció en la Biblia sin previo aviso para encontrarme a mí mismo tirado en la calle. Mi mujer se llama María y tengo dos hijos. Se llaman Luis y Javier y se llevan a las mil maravillas. Creo que tengo una foto por aquí.- buscó entre sus maletas y después de un tiempo buscando dos pequeñas fotos que correspondían a cada uno de sus hijos se las enseñó a Lucía. A la muchacha se le encogió el corazón. Ella nunca había podido tener una familia, ni la tendría. Lo único que le hacía mantener la esperanza ahora estaba en busca de una vida en la que ella no estaba incluida.
-Son preciosos. Este de aquí parece ser un travieso.- intentó animar sin éxito la cara del hombre.
-Lo es. Una vez metió la dentadura de su abuela en un vaso con lejía. Son de esas pequeñas anécdotas que nunca se olvidan.
-Me diste a entender que nunca contarías nada sobre tu pasado.
-Entendiste mal. En ese momento no quería hablar simplemente. Llevo en la calle viviendo desde hace cuatro años y presiento que me quedan unos cuantos más. Aunque, sinceramente, ya no sé si lo que pasan son días, semanas o años.
-Yo no te he visto nunca en esos cuatro años que dices…

Era impresionante el poder y la magia de dos simples conversaciones el resultado que habían conseguido. Habían llegado a un “tuteo” mutuo y estuvieron horas y horas hablando sobre ellos y su pasado. Ahora Lucía era como una transeúnte más afincada a las baldosas de la acera pero, con la diferencia que ella aún llevaba las llaves de su casa en el bolsillo del pantalón.
-Déjame leer otro de tus poemas. Aquel me encantó. Es increíble en lo observador y detallista que eres. Apenas me conoces…
-Pero te he visto de lejos.
-Quiero leer otro.- bromeó Lucía originando un forcejeo por coger otro folio de los que estaban dentro de la carpeta marrón. A Joaquín no le hacía mucha gracia pero cedió.
No todo lo que había escrito el indigente era bonito o esperanzador. Aunque intentaba evadirse de sus problemas y su pasado, siempre había algo que le hacía recordar alguna palabra indeseada.

-A ver este…

“No pienso escribir
que estoy solo,
que cristalizan en dolor mis retinas,
que mis fosas nasales tienen frío.

Me niego a aceptar
esta espera vacía de esperanza,
el color petróleo de las uñas mías,
la grasa del cabello instalada en alquiler.

Y rotundamente no
a la calle oscura que me reclama,
al mal sabor de boca divorciado del cepillo,
a la partición de pecho
que me asfixia implacable.

Y más aún negaré
que si fuera real mi asfixiamiento,
estoy solamente yo para enterrarme.”

-Joaquín lo tuyo es un don. Escribes cosas preciosas. ¿Por qué parece que te gusta esto?
-¿La calle?
-Sí, la calle. Esta calle. Como si, a sabiendas de que sufres, esto valiera la pena...
-¿Sabes? Ahora en invierno encienden las farolas a las siete. A las y media pasas por esa calle de enfrente, normalmente con prisa. Me miras un segundo y parecen tornarse tus pupilas
(con el brillo de las farolas) en un cálido entendimiento y tus pestañas en ese abrigo que me salva de la lipotimia. Supongo que entonces es cuando te fijas en mi rostro y piensas
"parece que para Joaquín esto vale la pena". Y quizás tengas razón y en esos momentos a mí me valga.

Lucía olvidó que las llaves de su casa permanecían en el bolsillo derecho del pantalón y se quedó toda la noche con Joaquín. De madrugada se despidió con un beso en la frente ante los ronquidos graves del hombre. Esa noche no podría dormir.

El jueves se acabó para dar paso al viernes…

Capítulo 5

5
Y así terminaba la conversación bajo el paraguas el miércoles por la noche…
(Capítulos anteriores más abajo)

-Sí.- y la mujer se marchó.

sábado, 6 de junio de 2009

Capítulo 4

4
Bajo el paraguas
(Capítulos anteriores, abajo)


Los miércoles eran de los peores días para Joaquín. El ser mediados de semana y el día del espectador en los cines de la zona hacían que el mendigo se viese obligado a pegarse en la pared y no moverse más que nunca ya que, ni siquiera podía distinguir los zapatos de aquellos que formaban la primera fila de la manada nómada.

A falta de dos horas para el cierre oficial de todos los centros comerciales, Lucía había vuelto a aparecer en las puertas de cristal del Corte Inglés. Llevaba en sus manos un paraguas para resguardarse de la lluvia, el abrigo celeste y los tacones más preciosos que le había visto jamás. Había abierto el paraguas para no mojarse y, a cada paso que daba, se encontraba más cerca del desconocido transeúnte. Estaba a su lado. Joaquín notaba como las gotas de lluvia caían por un lado de su cuerpo mientras que por el otro, notaba el calor femenino y olía el perfume de la mujer. Las medias que ejercían de separación entre los tacones y la falda de empresaria que llevaba, estaban cada vez más lisas. No se las estaba subiendo ni colocando; todo lo contrario, la mujer se deslizaba apoyada en la pared rumbo al suelo con la mirada perdida y un gesto de preocupación en la cara. Se encontraba tumbada, con las piernas estiradas y paraguas en mano cuando dijo:
-¿Quién se encargará de unir todas las cosas malas para que nos demos cuenta, nos enteremos o, incluso las hagamos en un mismo día? ¿Usted lo sabe?
-No.- la cara de Joaquín era un poema. Deseaba escribir una obra sobre el acontecimiento que estaba viviendo en ese mismo momento. Anonadado siguió escuchando.
-Diez asquerosos años de mi vida dedicándolos al trabajo, no pudiendo atender bien las tareas de mi casa ni complacer a mi marido para que, en una hora, me entere que mi jefe está preparando mi despido y mi marido, ese hombre que supuestamente debería comprenderme y estar ahí para las malas y comentar nuestras vidas, se dedica a comentarla con otras. Pero claro, más que comentar. Comer, salir juntos, dar paseos y quién sabe qué más cosas mientras yo estaba encerrada durante doce horas en ese maldito despacho. ¿Por qué?- y soltó un grito desesperado en busca de algo que le devolviese el sueño que había estado viviendo hasta unas horas antes.- He sido una estúpida…- suspiró.
-Dudo que usted haya sido una estúpida.
-¿Quién se ha creído usted para hablar conmigo?
-Usted lo hace conmigo, ¿por qué debería dejar de hacerlo? Desde el momento que se sentó a mi lado la llevo escuchando con atención, ¿no cree que eso me dé algún derecho?
-Vaya… Puede ser que tenga usted algo de razón.
-Como le iba diciendo creo que usted no ha sido cumplidora en el pago del alquiler.
-¿Cómo? Perdóneme pero, no le entiendo.- se disculpó la mujer como si le estuviesen hablando en un idioma desconocido.
-Sí. Simplemente nadie es propietario de la felicidad. Si corres con suerte de ser inquilino tienes que ser cumplidor en el pago del alquiler. Porque si no te arrebatan lo que es tuyo.- Joaquín no paraba de mirar al suelo mientras pronunciaba eso que había leído alguna vez y ahora lo recordaba mejor que nunca.- Tú dirás o pensarás que no soy el más adecuado para decírtelo. Pero, créeme, la experiencia es mi mejor aliada y mi única compañera en este momento.

Lucía no podía dejar de mirar al hombre que evitaba el encuentro de sus miradas. Aún no se creía el poder de aquellas palabras que el hombre había mencionado.

-¿Qué le pasó a usted?
-La que se ha sentado a mi lado en busca de un oído ha sido usted no yo.
-Quiero saberlo.
-Eso ya no importa. Llevo años sin ver a mi familia con millones de secretos que simplemente sabemos yo y mi invisible compañero.
-¿Acaso tiene un amigo invisible como los niños pequeños?- consiguió que la mujer soltara una carcajada.
-No. A no ser que se llame así al amigo que dio su vida por mí.
-Mi marido me pone los cuernos, presento mi carta de dimisión al enterarme que andan preparando mi despido, le cuento mi vida a un mendigo y la ropa que recién estreno me la he mojado toda. Un día de lo más completo.- ahora la mujer no podía parar de reír.
-Gracias por lo que a mí respecta.- se atrevió a sonreír el pobre hombre.
-¿Me invitarías a compartir esta noche en tu casa?- dijo la mujer con intención de hacerse la graciosa aunque de corazón.- No sé si tengo ganas de ver a mi marido y mucho menos de dirigirle la palabra…
-Nada como llegar a casa y notar el calor de su interior. Aquí no lo hay.
-Me iré y, tal vez, decida mudarme como usted. Vivir de nuevas experiencias.
-Señorita, es demasiado orgullosa y presumida para hacerlo. No lo digo de malas. Simplemente salta a la vista.
-Es verdad. Lo único que echaré de menos será a los hijos que nunca tuve. ¿Usted tiene familia?
-No.- mintió el reservado de Joaquín. Él no había sido el mejor hombre y padre del mundo pero ese vacío que existía entre él y su familia no lo había podido superar.- Creo que va siendo hora de que vaya preparando mi caseta…
-¿Duerme entre cartones?
-Dentro del cartón tengo un colchón de agua pero, lo dejo en la intimidad.- contestó con ironía el indigente.
-Siento haberle molestado con mis tonterías. Aunque mírelo por el lado bueno, bajo el paraguas casi ni nos hemos mojado.- rió.
-¿Volverás?

domingo, 31 de mayo de 2009

Capítulo 3

3
Veinte céntimos
(Capítulos anteriores, abajo)

La mañana comenzaba agitada. Una máquina de limpiar le hacía levantar más temprano de lo normal y el sol rojizo se encargaba de quemar sus retinas para convertir todo a su paso en sombras.
Mientras caminaba hacia el sur, recordó aquel día de verano en el que él y su familia se disponían a coger un avión rumbo a Australia. El mismo sol que ahora le cegaba, hacía brillar cada una de las baldosas del aeropuerto y el bullicio de la ciudad le recordaba a los gritos de sus hijos discutiendo.
Su mujer se encargaba de organizar el papeleo y él leía el periódico cuando una máquina de limpieza similar le manchó el traje que llevaba. Gritó furioso ante la mirada atenta de todos los que ese día viajaban e hizo traer a la pobre limpiadora una hoja de reclamación.
Ahora también estaba manchado pero, simplemente, era una mancha añadida a las que llevaba acumulando desde hacía un año. Le resultaba curioso ir coleccionando manchas como quien colecciona cromos de su equipo de fútbol favorito. Pero Joaquín no sólo tenía manchas en la ropa, tenía manchas a lo largo de todo su cuerpo: en los brazos, las piernas, las plantas de los pies, … hasta en el corazón. Esas manchas que solamente se podrían ver con radiografía se reflejaban en las facciones de su cara, siempre triste, y en sus olivinas a cada hora, cada minuto y cada segundo.
Él no era un mendigo más. No daba miedo pasar a su lado, es más, incitaba a cualquier persona sensible y bondadosa a sentarse a su lado y preguntarle por qué lloraba continuamente.
Llevaba la cuenta de cuánto tiempo llevaba allí y nunca se le olvidaba.
Ese día se encontraba optimista a pesar de su mal despertar. Quería buscar una solución. Le urgía. Quería poder demostrar a su familia que, a pesar del tiempo que había transcurrido, sabría cómo darles lo que hasta ahora nunca había sabido compensar. Deseaba dar el siguiente paso antes que su propio destino, deseaba que su interior resquebrajado se arreglase como por arte de magia. Quería sobrevivir y deseaba amar.
Iba rumbo a los grandes almacenes que ahora eran como sus nuevos vecinos. Tal vez hiciera falta un bedel, un aparcacoches, un segurita o un sustituto para alguno de los empleados. Justo ante la puerta de cristal que obedece al caminar de los clientes, se dio cuenta que no llevaba las pintas más adecuadas para lo que sería una entrevista de trabajo por lo que cambió su rumbo hacia la barbería de Pedro. El dueño de la barbería era un hombre bien entrado en la madurez, con el pelo y el bigote blanco. Los ojos azules que se dejaban entrever en la blancura de su cara era lo que conservaba de su juventud.

Se hallaba sentado en uno de los sillones de piel marrón que su propietario había comprado en el mismo centro comercial al que Joaquín iba a poner rumbo tras su salida de la barbería.
-Luisito, por favor, no mires a ese hombre…
-Mamá, pero mírale, es como un dálmata, tiene manchitas por todo el cuerpo…
-¡Te he dicho que no lo mires!- le susurró malhumorada la mujer a su hijo que también esperaba un turno para cortarle el pelo.- Eso es lo que da la mala vida mi niño…

Tras tres cuartos de hora de espera, le llegó el turno a Joaquín. Pedro no lo había reconocido y le dijo:
-Mire, le atenderé porque llevo observándole desde que ha entrado y su comportamiento ha sido el adecuado porque sino…
-¿Sino qué? ¿No atenderías a un viejo amigo?
-¿Joaquín? ¡Joaquín! ¡Válgame Dios! ¿Qué te ha pasado? ¿Has tenido un accidente mientras intentabas bajar el cristal del coche cuando conducías de vuelta a tu casa o qué?
-No.
-Vale, entonces es que debo cerrar un poco más la ventana del local porque no te favorece el aire que está entrando…- dijo el viejo corriendo por todo el local en busca de la ventana indiscreta.
-Digamos que he tenido un accidente pero, en mi vida. Me he mudado y no he encontrado el papel correspondiente…
-Vaya…Tú y tu don de palabra- rió el hombre.

Apenas se dirigieron palabra mientras el peluquero cortaba la gran cabellera, ya que Joaquín tenía la mirada perdida y la vergüenza podía con el viejo. Una vez los dos se encontraban satisfechos con el trabajo, se dieron lo que podría ser su último saludo.
-¿Cuánto es?
-Nada. Por los viejos tiempos.

Los ojos verdes de Joaquín se vieron sumergidos en una presa que no dejaba escapar el agua que los mismos contenían. Sin más dio dos pasos hacia la puerta, viró la cabeza e hizo un gesto de agradecimiento con el que dio por hecho que sobraban las palabras.
Ahora sí podía entrar en los grandes almacenes.

La puerta del despacho era grande y de un color marrón oscuro. Sobrepasaba por encima de su cabeza unos quince centímetros y en lo alto había un letrero que ponía: “Departamento de Recursos Humanos”. Le temblaba el pulso y su caminar no era firme. Hacía años que no pasaba por esa situación, es más, nunca tuvo que pasar por ella. Nada más aprobar las oposiciones el Jefe de Estudios de su primer centro y año de docencia le dio la bienvenida, lo presentó entre sus compañeros y comenzó a dar clase minutos más tarde.
-Don Joaquín Fernández - dijo una voz tras la puerta.

La tensión se le había disparado y apenas veía. Aún no sabía si contestar con sinceridad o, de lo contrario, mentir en cada de una de sus respuestas.
-Buenos días - la voz le jugaba una mala pasada.
-Hola… Iremos al grano porque como comprenderá no le pienso dedicar todo mi tiempo. Estoy bastante ocupado. ¿Qué es lo que quería?- el hombre que tenía pinta de ser bajito, con el pelo negro y una gran aureola que dejaba al descubierto una zona de su cabeza sin bello, se escondía tras sus gafas de media luna con cara de pocos amigos.
-Buscaba… buscaba… me gustaría saber si hay alguna vacante o un puestillo para mí en su empresa.
-¿Un puestillo? ¿Tan insignificante se considera? Creo que es usted la única y primera persona a la que le voy a decir que no nada más verla…
-¡Perdón Emilio! Te están llamando por teléfono. Dice que es urgente- dijo una dulce voz. Joaquín se quedó sin habla al verla y, como si de una película romántica se tratase, sus ojos se abrieron hasta el punto de salirse de las órbitas al reconocer a aquella mujer. Sí, era ella. Le habían gritado: “¡Adiós Lucía!” el primer año en el que Joaquín se mudó y, desde entonces, no había vuelto a verla.
-Dile que ya voy. Termino rápido - y se cerró la puerta con un golpe tan suave como la voz de la mujer - ¿Por dónde íbamos? ¡Ah sí! ¿Acaso cree usted que con un pantalón por debajo de la cintura, unas zapatillas rotas por la punta del pie, una camisa a la que no se le distingue bien el color y esas manchas por el cuerpo por las que no sé si es usted un dálmata en celo o una mandrágora roedora podrá conseguir el trabajo? En los veintitrés años laborales que llevo en esta empresa nunca había visto nada igual. Háganos a todos los que aquí trabajamos el favor de marcharse y no volver más - dijo el muy ignorante señalando con el dedo índice la puerta de su despacho por no señalar la primera planta.
-Lo siento. Ha sido un error venir…- se disculpó Joaquín al mismo tiempo que se ponía en pie.
-¡Ah! Y ya que estamos de favores, hágase uno para usted mismo. Cómprese un cupón de la ONCE nada más salir de nuestro centro comercial y cambie su vida. Lo necesita y lo digo por su bien.

Joaquín se encontraba a punto de girar la cerradura que daba al pasillo de la novena planta cuando en una milésima de segundo pensó en lo cómodo que se había encontrado en esa silla sentado durante escasos cinco minutos y el mal humor que le recordaba estar detrás de una mesa para él solo y tener en frente a treinta mequetrefes. Algo le subía por el esófago y que se atragantaba en su boca. Quería soltarlo o, tal vez, gritarlo.
-Ojalá ganase usted los millones que yo gané en su momento. Cada una de esas monedas y esos billetes me ha dado esta de vida de transeúnte que ansía las ganas de poder sentarse más que sea dos minutos en ese sillón de cuero en el que usted está y beberse uno de los seis café que usted se tiene que beber al día, por no decir más. Pero el billete más grande y morado que equivale al de los quinientos euros de las tres cuartas partes de su sueldo me lo ha dado hoy su comportamiento. ¡Imbécil!

Y cerró la puerta ante la mirada asustada del hombre que había derramado el vaso de té que empezó a tomar justo en el momento de los gritos, los pasos y rumores inquietantes de los empleados que se encontraban fuera del despacho imaginando y haciendo suposiciones de lo que podía haber pasado.

Nada más salir del establecimiento volvió a sentarse en el suelo de su vivienda y unos tacones guiados por el paso torpe de los pies de Lucía hacían entender a Joaquín que los veinte céntimos que ahora estaban en sus manos habían permanecido a la mujer de voz aguda.

Y así pasaba un martes más…

martes, 26 de mayo de 2009

Capítulo 2

2
La Mudanza
(Capítulos anteriores más abajo)


Una casa de dos pisos diseñada solamente para él a las afueras del municipio donde nadie sabía de su existencia, dos coches que se utilizaban para situaciones diferentes, su oficio de profesor impertinente que siempre tenía que llevar las de ganar y que esquivaba las visitas de sus peores enemigos: los padres de sus alumnos, las visitas a un local de una marca cara y reconocida, … hacían de este hombre una persona completamente agria, sin sentimientos, materialista, egocéntrico y de caminar glamuroso mientras se dedicaba a mirar por encima del hombro a todos los demás. En más de una ocasión se vio envuelto en grandes apuros por la soberbia que le caracterizaba. Aún así, llegaba a casa después de una larga jornada de trabajo y se encontraba el plato en la mesa listo para ser devorado.
Tenía unos pensamientos que superaban la mismísima Prehistoria y absolutamente machistas. Era de los que creía en la existencia de un ser superior que se encargaba de resguardar a los hombres.
Una vez terminado el plato y limpiado de un lengüetazo, se acostaba en el sofá impidiendo el acceso a este de los demás miembros de la propia familia: dormía, roncaba y se despertaba. Se ponía en pie, de nuevo, dispuesto a acabar con todo aquello que se entrometiese en sus planes, fuese o no material.
Cuando llegaba la noche y toda la casa permanecía en penumbra, el animal se disponía a devorar a su presa en varios bocados sin importarle lo más mínimo la educación y la sensibilidad de sus dos hijos.
A la mañana siguiente, estaba preparado para seguir haciendo la vida imposible a los que buscaban un pequeño hueco en la sociedad…

Bastaron unos cientos de euros gastados en un corto periodo de tiempo y una suerte que no tardaría en dejar de acompañarle para que Joaquín se sintiese el hombre más feliz sobre la faz de la Tierra.
Una mañana, a quinta hora, recibió la llamada de su mujer emocionada anunciándole los millones que habían ganado jugando al azar. Aquel ser humano deleznable saltó, gritó e, incluso, dejó entrever entre sus labios una amplia sonrisa para unos estudiantes que nunca le habían visto sonreír.
Si como persona era pésima, como profesor dejaba mucho más que desear. No tenía en cuenta los derechos que debían tener los alumnos, tardaba en corregir los exámenes, no se preocupaba si sus jóvenes sucesores aprendían o no y mucho menos se preocupaba por sus situaciones personales.
No es obligatorio para un profesor hacer todo lo mencionado, ni siquiera tenerlo en cuenta, pero si está obligado en el contrato que se tiene que firmar al venir al mundo: “Permanecer a la raza humana en lo que a todo ello se refiere”.
Aún así, la suerte le sonrió a él y no a sus pobres vecinos que vivían en una cabaña de madera mal construida y por acabar, que se alimentaban de lo que conseguían gracias a la caridad de otros vecinos y familiares y que estaban a la espera de que los de Asuntos Sociales llegasen por la custodia de sus tres hijos por no asistir al colegio y no recibir lecciones morales y obligatorias. Pero no de esas lecciones que impartía Joaquín…

Una noche antes de notar el calor de su fémina rozando cada parte de su cuerpo, al hombre le dio por pensar cómo sería su vida si estuviese en la situación de sus vecinos y cómo la afrontaría. Pero no tardó en comprobarlo ya que, a la mañana siguiente, estaban en camino unos papeles que le dejarían sin casa por construir en un terreno ajeno y con materiales comprados con dinero negro. Ante la mirada decepcionada de su amada y sus hijos asustados, el hombre no supo qué hacer, motivo por el que fue abandonado por su familia y se quedó sin casa.
Cualquiera pensaría que Joaquín podría haber buscado una pensión, asistir a un centro médico, pero el hombre había sido criado entre algodón y este problema le venía muy grande. Sus vecinos, que se habían enterado de todo, no se alegraron de lo ocurrido, pero tampoco sucumbieron a la pena; simplemente, la mujer que había estado observando tras la única ventana que tenía la casa, susurró:
-Dios castiga sin piedra y sin palo…

Abandonó el trabajo, no se preocupó ni en ir a buscar sus cosas personales a la que había sido su casa; solo recuperó la carpeta marrón que le acompañaba a todos lados y ahogó sus penas en el alcohol. El bar de Paco “el chilindri” se había convertido en su nueva casa, pero no la única. Estaba de alquiler en una zona llena de cristales tras la que se escondían personas inanimadas que mostraban sus mejores prendas. Su cama era dura y no tenía fin. Dormía en la calle, en la avenida Mesa y López. La mudanza se había producido sin ningún tipo de problema ni impedimento que no le dejara habitar su nueva vivienda.
Lo que a todos nos parece un mundo organizar a él le había resultado la mar de fácil. No tenía una familia a la que mantener ni compañeros de piso, aunque estos no tardarían en aparecer.
Evaristo era el dueño de la avenida. Ese al cual ningún mendigo ni rico podía mirar y ni siquiera tocar porque se podría producir cualquier tipo de altercado. Sin embargo, Pedro era el defensor de todos aquellos que le visitaban y procuraba que el otro no hiciese nada malo o de lo que se pudiera arrepentir. Pronto, Joaquín sería una de sus objetivos, aquel al que había que echar cuanto antes de allí si no quería quedarse sin la limosna que repartían los enchaquetados.
Un día Pedro corrió a salvar a Evaristo de un coma etílico y justo cuando vinieron de vuelta a casa se toparon con el nuevo inquilino. Entonces, el borracho se volvió hacia él con la mirada perdida y sin poder vocalizar, ya que había gastado el poco de dinero acumulado en algún capricho que no le hacía ningún bien; cogió a Joaquín por la camisa, lo elevó lo poco que pudo y este, sin levantar la cabeza para ver qué le hacían debido a la tremenda depresión en la que estaba cayendo, fue ayudado por Pedro.
-¡Déjale en paz Evaristo! Ni siquiera te ha mirado ni te ha hecho nada para que le trates así. Sé igual de respetuoso, por favor.
-Él nos va a quitar la limosna. ¡Tenemos que acabar con él! ¿No lo entiendes?- decía borracho el conflictivo.
Cuando el mendigo mayor de los tres que se encontraban en la disputa levantó las manos en señal de comenzar algo que no acabaría bien, el más pacífico de todos levantó el brazo y gritó:
-¡Que le dejes te he dicho! Vámonos, este seguro que es otro más malparado que durará dos telediarios siendo la mirada de esos que no nos hacen ni puto caso…-dijo el pequeño ignorando la certeza de sus palabras.
-Gracias…-susurró Joaquín sin levantar cabeza.
Joaquín había ganado una batalla de cinco minutos sin siquiera mirar de reojo. Y así fue como Evaristo y Pedro desaparecieron de allí y no volvieron a aparecer jamás. Por lo menos en su presencia…

Las agujas del reloj digital que se encontraba en uno de los escaparates del Corte Inglés no marcaban las diez cuando el indigente empezó a construir lo que sería su primera caseta de cartón en una de las primeras noches inolvidables de su vida. La choza no se mantenía en pie debido al peso que tenía que soportar y el viento nocturno que soplaba lateralmente, cuando oyó unos pasos torpes de tacón. Pensó en su esposa María, pero no. Ella nunca llevaría tacones para comprar, prefería unas zapatillas más cómodas. Se dio la vuelta y se encontró con lo que parecía un monumento. De hecho, era una mujer. Paso torpe, tacones de aguja puestos como máximo unas cinco veces y un chaquetón negro que no dejaba ver lo que llevaba puesto. Llevaba gafas, un cuerpo de gimnasio y un rostro curioso que nadie se paraba a mirar. No era la típica que solía hacer volver las cabezas de los hombres más jóvenes y de los que andan en cursillos de “viejos verdes”. Ni siquiera era hermosa. Era una mujer original, de carácter marcado, vergonzosa y patosa que se dirigía a buscar su coche cuando se topó con Joaquín. Le dio pena y tiró unas cuantas monedas al suelo que cayeron justo al lado de la caseta que se había vuelto a caer. No podía dejar de mirarla, incluso reconocía que no era guapa, pero había algo en ella que le atraía. Quería saber su nombre, recordarla por cómo la llamaban.
-¡Adiós Lucía!...-gritó desde la otra acera una madre de familia que conocía a la mujer y desvelando, así, lo que se había convertido en un deseo para el hombre.

Quiso dejar de pensar en tonterías durante el fallido intento de volver a poner en pie su casa para dormir, pero no lo consiguió. Pensó en aquella mujer que le había hecho volver la mirada toda la noche, durmiendo a la intemperie. Sin casa de cartón y acompañado con su carpeta marrón y una fría manta.

El lunes había llegado a su fin…

jueves, 21 de mayo de 2009

Capítulo 1

1
Joaquín



Ojalá el nombre Joaquín se le pudiese atribuir al típico niño travieso que no deja en paz ni a la abuela, que llega a casa cada tarde con una herida nueva, el que levanta la falda a sus compañeras y deja a la luz del recreo los encantos más ocultos de la mujer... El que no combina bien la ropa porque tiene bastante donde elegir y el que sólo sabe escribir una nueva fecha de noviazgo mes tras mes. Al niño caprichoso que recibe lo que quiere cada Navidad y aquel cuyo programa de televisión favorito está calificado con dos rombos negros.

Nuestro Joaquín vive en la Avenida Mesa y López, bordillo de la acera que ocupa en su totalidad El Corte Inglés. Y, aunque los niños le señalen al pasar, las mujeres agarren sus bolsos con gesto de ofrecer alguna limosna y los maridos de estas hagan caso omiso de su existencia, el hombre no es un payaso con un sombrero en los pies lleno de céntimos.
Para Joaquín, soledad no es solo una palabra. Así se podría resumir cada segundo de su vida. Ni en las fiestas señaladas en las que la avenida entera está ocupada por familiares en busca de los mejores juguetes para sus hijos, ni siquiera la noche más calurosa hace apagar el frío que siente en cada rincón de su alma.
Ama caminar bajo la lluvia porque así puede disimular cada lágrima que desprende su mirada pero, lo que más le gusta hacer es observar a las personas que pasan junto a él. Le ofrecen, con solo mirarlas, el cariño que le falta desde hace siete años. Sus pies negros y descalzos, un pantalón vaquero que recuerda haber comprado en la mejor tienda del pueblo y cuyos arreglos había hecho su madre, una camiseta que debió ser amarilla pero que, con el paso del tiempo, ha tornado en un color indescriptible, una barba que entremezcla los colores más extremos dentro del círculo cromático y un pelo que no le llega a la cintura gracias a Pedro, dueño de la barbería de la calle de atrás, es lo más característico y lo que más llama la atención a los habitantes de Las Palmas. Lo más destacado que podemos encontrar en él son las dos olivinas que le acompañan desde que era un bebé encima de las fosas nasales y una gran carpeta marrón que utilizan los estudiantes de dibujo técnico, de la que nunca se desprende. Aunque la gente ni se lo haya llegado a imaginar, dentro están sus cuarenta y ocho años de vida, entre los que cabe destacar los siete de indigente, resumidos en intentos de poemas solitarios. Su sueño fue el de servir de chapa y pintura a las letras. Alguna noche en la que todavía dormía sobre un colchón de agua y las sábanas le llegaban hasta los dedos gordos de sus pies, llegó a soñar con un mundo de riquezas en el que no reinaran billetes ni monedas, sino palabras. Ser uno de los grandes.
No cabía el sufrimiento ni el dolor en sus poemas a pesar de su situación. Dentro de sí notaba una llama viva gracias a la esperanza y al amor desde que se mudó a la calle. Describía en ellos las situaciones que mañana a mañana, tarde a tarde, noche a noche e, incluso al amanecer, veía con sus ojos olivinos. Tampoco cabía en sus versos el resentimiento o la sensación de venganza hacia las personas que gritaban a sus espaldas improperios que rozaban la soez, ni hacia los jóvenes borrachos hasta las trancas que rompían la pequeña caseta que construía cada mañana, ni siquiera hacia aquellos seres vivos que vivían en la mierda y que aprovechaban para acercársele unos milímetros y destrozar su piel mustia con los mecheros que calificaban cada una de sus vidas. Tampoco hacia las mujeres que, ignorantes de ellas, se ponían a susurrar sobre su anterior vida mientras las rodillas de las enchaquetadas rozaba la espalda encorvada del pobre hombre.

Los primeros días delante de los grandes escaparates fueron muy duros para el mendigo, los otros compañeros de “piso” se encargaban de hacerle la vida imposible sin necesidad de que llegaran los seres humanos despiertos en la madrugada. Pero el sufrimiento no duró mucho, ya que las palabras que salían desde el mundo Inteligible de Joaquín hacían que estos se espantasen a la más mínima. Había logrado una casa donde poder dormir y pedir.

Y así pasan los días, con sus noches y madrugadas, mientras Joaquín permanece sentado sobre la acera que ha visto nacer cada una de sus obras…

viernes, 15 de mayo de 2009

Próximamente...

En los próximos días procederemos a la apertura de nuestro blog con la historia "EL ÚLTIMO ORGASMO". Consta de 11.500 palabras, diez capítulos y un epílogo. En ella reflejaremos la vida de un indigente en busca de la felicidad que se irá encontrando con numerosos obstáculos a lo largo de su camino. ¿Conseguirá la felicidad o el mundo se posicionará en su contra? Cada cierto tiempo iremos añadiendo los capítulos correspondientes, así como encuestas y datos de interés repartidos por toda nuestra página. Esperamos que seas fiel a nuestra historia y, ¿por qué no?, a nosotros también. Gracias. Te esperamos.