martes, 7 de julio de 2009

Epílogo

Epílogo
(Capítulos anteriores, más abajo)

Esta vez no había escarcha en el suelo. Lucía avanzaba a pasos presurosos sobre la tierra seca y polvorienta. El verano no estaba siendo especialmente caluroso, pero el castigo sobre la isla era incesante. En los últimos días se había instalado la panza de burro sobre la parte norte de Las Palmas y no había manera humana de evitar observar desde cualquier autopista los reflejos refrescantes del mar y ahora, todavía más, su azul intenso, azul al estilo inglés que tanto le recordaba a su triste vagabundo.
Llevaba tacones altos, que la acompañaban en incesante melodía entre las lápidas que se asomaban a sus ojos esperando ser visitadas, el pecho y la espalda relucientes al sol, medio bordeados por una camisilla negra y acompañados por una falda del mismo color que no llegaba a cubrirle las rodillas. Con ojos hinchados, labios desteñidos, el pelo negro aferrándosele al bajo cuello y una carpeta marrón descuidada bajo el brazo derecho, sucumbía la mujer bajo el bochorno.
Después de pasar unas treinta hileras de lápidas perfectamente distribuidas y girar a la izquierda, detenerse acaso un segundo para reencontrar el camino correcto y continuar unas veinte hileras más, Lucía apoyó uno de sus tacones sobre la piedra calentada que se alzaba delante.
Ahí estaba.

María aparcó la furgoneta vieja de su madre en zona amarilla. Golpeó la puerta y ni se molestó en comprobar que había quedado correctamente encajada. Estaba sedienta y acalorada, el traje veraniego le quedaba demasiado prensado y le resultaba incómodo al caminar; se le estaban humedeciendo los muslos del esfuerzo. Avanzó, subió la cuesta con el brazo en el costado y llegó a la parte más alta del cementerio.
Se divisaba la zona norte de la Isla.
Se giró.
Ahí estaba.

Capítulo 10

10
El último orgasmo
(Capítulos anteriores, más abajo)

En el recuerdo de Joaquín habían pasado minutos desde la última noche que había pasado junto a su mujer de torpe caminar. Recordaba una noche mágica, como si la viviera desde el cielo.

El día estaba nublado y hacía más ruido que nunca en la calle. Le dolía la cabeza y cuando no había abierto los ojos del todo, oyó desde el otro lado de la acera gritar a Evaristo, el condenado a pobre de riqueza y corazón.
-¡A ver si nos dejas en paz de una vez! ¡Seguro que te queda poco en esta puta calle! ¡Imbécil! Nos has estado robando el dinero durante todo este tiempo.

El indigente, que apenas había abierto los ojos, temía por lo que se atreviera a hacerle el único hombre con el que había tenido conflicto en la vida nada más llegar a su última casa. Esta vez no estaba Pedro para defenderlo. ¿Dónde habría estado todo este tiempo? Las malas lenguas aseguraban que había muerto de sobredosis: “un gran corazón pero tenía la vida jodida”, otros rezaban para que hubiese encontrado una solución y unos pocos lloraban porque lo querían con locura. Joaquín sentía cierta nostalgia. Le había defendido una vez y le apenaba no saber qué había sido de él.
Por fin, consiguió abrir los ojos y descubrió que teniéndolos cerrados se encontraría mejor ya que la cabeza le iba a estallar. Había pasado la noche con Lucía y despertaba entre sus cartones de la avenida junto al Corte Inglés y no podía recordar cómo había llegado hasta allí o si aquello había sido un sueño, un sueño adorable pero, al fin y al cabo, un sueño que había terminado. En ese momento, se alegraba de haber conocido a una persona maravillosa que dio luz verde a su vida y consiguió reprimir todos los sentimientos de soledad y angustia a la cantidad de días callejeros que acumulaba a su espalda.
Justo al lado de Evaristo estaba un hombre con larga gabardina de color marrón, gafas de media luna, bajito y rechoncho cuya cara le resultaba bastante familiar a los ojos entreabiertos de Joaquín. Cruzaba el paso de peatón mientras un coche frenando gritaba toda clase de improperios que se puedan imaginar. Joaquín también sentía lástima por él. Cuando mantuvo la corta pero, intensa conversación con el hombre dentro de su despacho se dio cuenta que en él habitaban muchos entresijos. Su mal humor, su timidez convertida en agresividad y prepotencia hacían de un hombre noble todo un animal. Lo que no sabía Joaquín era que en su casa permanecían cuatro de sus hijos cuidados por su madre que hacía toda una vida en silla de ruedas día y noche. Si lo hubiera sabido, entendería por qué se había construido así su propio carácter ya que buscaba en su trabajo, concretamente, en su despecho el desahogo que no encontraba en su hogar.
El hombre, tras una breve mirada de reojo al que le gritaba disparates, le enseñó el dedo corazón y siguió de largo a la rutina.

Joaquín no pudo evitar volver a cerrar los ojos tras semejante escena. Temía que la cabeza le reventara de un momento a otro. Pensó en sus hijos y su mujer. Qué estarían haciendo en ese mismo momento, con quién estarían todos ellos, se preguntó si lo recordarían día tras día o lo habrían olvidado como cuando se muere una simple tortuga. Es más, se preguntó si todas esas preguntas que se hacía las podría responder algún día de su vida.
Las pestañas permanecían unidas con fuerza pero, dejaron paso a una fila de lágrimas cristalinas. Lágrimas limpias que se escondían en un cuerpo sucio.

El domingo seguía nublado. La previsión del tiempo anunciaba lluvia y, lógicamente, no había rastro de la estrella diurna que nos tosta la piel. Joaquín nunca había visto tanta gente conocida en un mismo día. Continuaba con los ojos cerrados aferrando a su pecho y abrazada con sus manos la carpeta marrón que guardaba sus poemas, su gran tesoro. Durmió y soñó como lo hacía todos los días:
“-Observando el resultado de sus análisis y comparándolos con los síntomas que usted mismo me acaba de decir que padece, me temo que, a falta de algunas pruebas más por hacer, debemos someterle a tratamiento cuanto antes.- la voz entrecortada del doctor le delataba.
-¿A qué se refiere exactamente?
-Digamos que sus células sanguíneas inmaduras proliferan, es decir, se reproducen de manera incontrolada en la médula ósea y se acumulan tanto ahí como en la sangre, logran reemplazar a las células normales y…- Joaquín apenas prestaba atención a lo que el médico le estaba diciendo. No entendía nada y decidió no saber nada.
-Vale. Padezco una enfermedad. Tendría que ponerme en tratamiento pero llegaré al mismo sitio que llegan todos, ¿no?
-No exactamente así… No exactamente así… No exactamente así… No exactamente así…”.- decía el diálogo terminado en eco con el que Joaquín estaba soñando. Últimamente soñaba con la misma escena todos los días.
Despertó sobresaltado y una mujer de rostro familiar estaba sentada a sus pies. Sostenía en sus manos la famosa carpeta marrón. El dolor de cabeza le había desaparecido y tenía los ojos abiertos como los de los búhos. Su mujer había envejecido, estaba más flaca y en el pelo le lucían unas canas que daban a entender que no se teñía en meses. Leía atenta el cuaderno y no miró al hombre aún sabiendo que acababa de despertarse.
-Recuerdo cuando me escribías poemas…
-¡María!
-No soy una aparición ni una imaginación tuya no te preocupes. Quería saber cómo estabas.
-¿Has estado mucho tiempo interesada o se te ocurrió anoche?- sin saber por qué el indigente soltó esa pregunta de su boca sin intención alguna. No quería causar más daño porque él también lo pasaba mal con la situación. Ante semejante pregunta, María se levantó con gesto de marcharse enfadada pero la retuvo sosteniéndola de la mano.- Lo siento. Yo también estoy pasándolo mal…
-Joaquín no es plato de buen gusto verte aquí. No fue por mi culpa que nos quedáramos en la calle. Estaba dolida y tú sí que eras el culpable. Nos hiciste daño a mí y a tus hijos. Cada noche, cada mañana, en cada almuerzo, en la merienda y en la cena me pregunto qué habrá pasado contigo. No sabía ni siquiera si te habrías ido a casa de algún amigo, si te habías venido a la calle o si te habías suicidado. ¿Qué has hecho Joaquín?- suplicaba su mujer a punto de llorar al tener a su marido cara a cara.
-Mi vida desde aquel día ha sido lo que ves. Mi orgullo no me dejó pedir una cama en casa de nadie, apenas tengo familiares a quién pedírsela y mis amigos me hubieran dicho cosas que en ese momento no quería oír. Por mi cabeza ha pasado todos los días las ganas de coger una cuerda, alzarla sobre este mismo techo del centro comercial y que el mundo viese lo que me ha deparado la vida, tirarme a la carretera y que fuese un coche el que acabase con mi vida pero, lo pensé mejor y el conductor se sentiría culpable para toda la eternidad. Nada más llegar tuve problemas con los mendigos que ya habitaban aquí pero, aunque fuesen mendigos no dejan de ser gente ejemplar y uno de ellos me defendió. Tuve la valentía de enfrentarme a una entrevista de trabajo. Hasta fui a la peluquería pero, como es previsible, no me aceptaron por las pintas que llevaba. Todas esas anécdotas, por llamarlas de alguna manera, me han pasado viviendo aquí.- a Joaquín sólo le faltaba gritar. La gente que pasaban a su lado apenas se atrevían a mirar a la pareja que se daban explicaciones y lloraban a la vez.
-¿Quién es Lucía?- dijo entre sollozos María.

A Joaquín le dio un vuelco el corazón. Cómo explicarle a la que era su mujer que había conocido a una chica todo este tiempo, que le había ayudado y había sido su más fiel compañera. Cómo explicarle que había salido con ella por la ciudad e, incluso, que se había acostado con la tal Lucía.
-Lucía es de torpe caminar y apareció por aquella acera.- señaló hacia la puerta del centro por la que había visto por primera vez a la mujer.- La veía como a una mujer cualquiera hasta que un día se sentó justo en donde tú estás ahora y me empezó a contar todos sus problemas personales. La escuché y me escuchó. Yo también le conté los míos, los nuestros. A partir de ese momento nos hicimos amigos y venía cada día a traerme algo de comida o a aportarme distracción. Otro día salimos por ahí y permitió que me duchara en su casa. Se ha portado muy bien conmigo…
-Vale. Demasiados detalles ya.- aunque no se lo podía creer, María no sentía dolor hacia lo que su marido le estaba contando. Se alegraba porque eso quería decir que durante este tiempo no había estado del todo solo.
-¿Cómo están los niños?- preguntó sin permitir un segundo de silencio. Estaba deseando saber por ellos.
-Están muy bien Joaquín.- y agachó la cabeza.
-¿Sólo me dices que están muy bien? ¿Preguntan por mí? No les habrá pasado algo, ¿no?
-No. Están muy bien. Ahora vivimos en casa de mi madre y trabajo limpiando cuatro casas diariamente. No me pagan bien para lo que trabajo pero, con eso y la paga de mi madre salimos adelante y por supuesto que tus hijos preguntan por ti.- Joaquín rompió a llorar como llora un pequeño cuando se cae por primera vez.- ¿Cómo no van a preguntar por su padre? Sabes que siempre han estado más apegados a ti que a mi, más de los que tú mismo te crees. No hay cada noche en la que los dos me pregunten que si estás bien o que cómo creo que te irá a donde te has ido.
-¿Qué les has dicho?
-¿Qué les voy a decir? Que conseguiste plaza en un colegio en el que te necesitaban urgentemente bastante lejos de las islas con un uso horario completamente diferente y que, por eso, no podíamos llamarnos mucho.
-¿Se lo creyeron?
-Al principio lloraron como magdalenas. Ahora desean que te vaya bien y me mandan mensajes para que te los diga cuando hablo contigo por teléfono supuestamente. Si me vieras… Tengo que crear conversaciones ficticias contigo a través del teléfono.- con este último comentario María consiguió sacar la primera sonrisa del día a su marido.
-Quien pudiera verlos.- suspiró el mendigo.
-Joaquín, puedo traerte comida cuando quieras ahora que sé que estas aquí. No me gustaría que tus hijos supieran que…
-¡No! Es más, a medida que vayan creciendo y pase el tiempo diles que acabé muriendo en un accidente de tráfico o invéntate algo, no lo sé. Ellos no deben culpa de nada y no tienen por qué sufrir ni pasar vergüenza.
-Gracias…
-Diles que los quiero y que son el mayor tesoro que me ha podido dar la vida.- seguía llorando.- Tú también eres la mejor mujer del mundo María y espero con todo mi corazón que algún día llegues a perdonar todo el daño que te he hecho.- decía mientras la fila de lágrimas bañaba todo su cuerpo y acariciaba una de las mejillas de su mujer.
-Ya no tengo nada que perdonar…

Y marido y mujer se fundieron en un fuerte abrazo.

-Tengo que irme Joaquín. Si llego tarde a la casa que tengo que limpiar ahora me despiden.- se disculpó la mujer haciendo un gesto fallido por limpiar su rostro mojado.
-¿Hoy domingo?
-Sí. Parece ser que el domingo es sólo descanso para el Señor.- rió forzadamente.
-Adiós María.
-Te buscaré para traerte algo de comida.- cerró la carpeta marrón, le dio un beso en la frente a Joaquín y se fue por donde mismo había venido.
Por el camino María había tenido un encontronazo con Lucía pero ninguna llegó a reconocer a la otra.
Joaquín había decidido seguir ocultando a su mujer la conversación que había mantenido con el médico. Algún día iría a llevarle comida y no lo encontraría. María era mujer de palabra.
Cuando llegó Lucía hasta él ni siquiera hablaron sobre la última noche que habían pasado juntos. Se limitaron a mirarse y hablar.
-Mi mujer ha estado aquí. Le he contado todo aunque sin detalles.
-¿Qué te ha dicho?- preguntó Lucía poniendo un gran interés a la información.
-Que mis hijos están fenomenal y me echan de menos. Algún día se pasaría por aquí para traerme algo de comer ahora que me ha encontrado.
-Me alegro.- se sinceró y besó a Joaquín en los labios.
-Gracias por todo.
-¿Gracias por qué? No seas estúpido. Descansa; no se te ve buena cara.
Lucía apoyó sobre su hombro la cabeza de Joaquín una vez más.
El indigente sentía una paz enorme dentro del corazón. Sin duda alguna, los sueños que tendría ahora serían placenteros y sobre cosas bonitas. Le daba igual todo. Estaba sentado, con la cabeza apoyada en la que había sido su guía y consejera en los momentos duros y cerraba los ojos para visualizar a sus hijos. Aún conservaba la imagen más bonita de ellos y no se le despagaba de las retinas. Ahora que podía vivir en paz, buscaría los momentos más dulces tanto pasados como en el presente. Seguiría en la calle pero con una forma distinta de ver la vida. Buscaría en cada esquina, en cada hecho y en cada persona el último orgasmo de vida. Ese placer de disfrutar la vida tal y como hacían los demás. Había pasado una semana desde que empezó a vivir en la calle y se le había hecho eterna. Cada día que pasaba para cualquier persona, Joaquín lo convertía en año y por momentos llegó a perder la noción del tiempo. Ahora los días serán días, las semanas serán semanas y los años, años serán.

Pero allí permaneció. Jamás volvió a tener ese sueño que le atormentaba ni supo más sobre los otros indigentes, ni sobre el hombre que le ofreció una entrevista, ni de su barbero, ni de María y sus hijos, ni siquiera supo más de Lucía. Joaquín siempre tuvo la certeza de un secreto que llevaría a su tumba. Así fue y sobre el hombro de Lucía la de caminar torpe. Mientras permanecía apoyado a la pared y pensaba en la imagen de sus hijos jugando. Se le había dibujado una pequeña sonrisa en la cara y las lágrimas se habían agotado para Joaquín. Su último orgasmo lo tuvo en forma de suspiro. Un suspiro eterno del cual sólo fue testigo la mujer que lo soportaba.
Lucía no lloró. Apenas gimoteó ni llamó a nadie. Sabía perfectamente que la vida de Joaquín se basaba en orgasmos de placer y dolor causados por personas atentas a su felicidad o desgracia. Ahora descansaría y dormiría entre algodones. Ese era el consuelo de Lucía.
La mujer sacó de su bolso un permanente negro que había comprado en algún momento de su vida y sin saber para qué. Escribió en la pared del mismo Corte Inglés de la Avenida Mesa y López como si de una rebelde se tratara ya que eso es lo que había logrado del propio Joaquín: “ser una joven más con juventud acumulada”. A partir de ese momento se puede leer en una de las baldosas que forman la pared gris del centro comercial:
AQUÍ YACE MI AMOR POR LA VIDA Y EL ANSIA DE PERDÓN”.

El domingo terminó junto a Joaquín.